Desde el último “altercado”, cuando “se desplegaron” numerosos “efectivos” y lo llenaron todo de esas bandas blancas con rayas rojas, es difícil ver a los chicos (al gordito de la cresta verde y cazadora negra, al de pelo de cepillo pegado al móvil, a la chica de melena rosada y tatuajes y portentosa voz gutural que le abre el paso, a la de la cabeza rapada y media cresta rubia platino, al Bryan Miguel, de Senegal, que viste siempre chándal blanco a rayas negras) más allá del perímetro invisible que separa los edificios del barrio, apretados, a medio encalar, de siete u ocho plantas, de la manzana prohibida donde se yerguen ayuntamiento, tribunales de justicia, catedral, biblioteca y museo de historia de la ciudad. El barrio los contiene. Se trata, de este modo, de evitar nuevos “sucesos desagradables” que alteran la convivencia pacífica de los vecinos y el normal desarrollo de las actividades económicas. Por su propia seguridad.
El hombre disparó una vez. Luego, una segunda. Una tercera. No se han hallado registros, por lo que el número de disparos podría haber alcanzado una cifra mucho más elevada. La cámara del móvil apuntaba al objetivo. No era el cuadro de luces y sombras que arrojaban las farolas sobre los muros del casco viejo, repleto de turistas. No eran las diminutas vírgenes de piedra que observaban desde las esquinas. Un niño de 6 años. Una niña de diez. Otra de apenas tres. El hombre hubiera permanecido algo más en los callejones empinados, repletos de turistas, de no ser reclamado por su mujer y sus tres hijos menores. El viaje imponía su ritmo. No faltarían lagunas de tiempo que el hombre sabría aprovechar. En eso, era un experto. La cacería estaba resultando de lo más fructífera.
La denunciante, M. H. G., de 69 años de edad y vecina del Camino Largo, sito en el municipio de La Laguna, declara que en la mañana del pasado martes, 3 de julio del presente año de 2018, se despertó, tal y como acostumbra, a las siete y cuarenta y cinco horas. Declara que se tomó la píldora verde para la memoria que deja cada noche en la mesilla, como de costumbre. Afirma que el hueco que había dejado el cuerpo de su marido en las sábanas de la cama apenas difería del de los días precedentes. Refiere que el desaparecido se dormía rápido, que no roncaba ni cambiaba de posición. Siempre se levantaba antes que M. H. G. La denunciante afirma que se encaminaba hacia el cuarto de baño, cuando un enorme ropero le bloqueaba el paso. Insiste en que no le constaba haber visto antes el mencionado ropero en su vivienda. Se trataba de un mueble bastante desvencijado, pero lo suficientemente sólido como para que M. H. G. no pudiera desplazarlo. Refiere que llamó a su marido desde el móvil, pero constata que la melodía que sonó desde alguna habitación de la vivienda se correspondía con la del móvil del desaparecido. Declara que pensó que habría ido a comprar las barras de pan, como solía hacer todas las mañanas, incluso antes de la jubilación, y se había dejado olvidado el aparato. Sostiene que le había ocurrido alguna vez. Sostiene que el desaparecido gozaba de relativa buena salud, física y mental, si bien, en los últimos años, se desgastaba frente al televisor, o asomado al balcón para ver pasar a la gente y no estorbar así a la denunciante en sus quehaceres domésticos.
Por fin llegó el gran día. Primer domingo desde la jubilación del marido.
Los domingos siempre habían sido muy cotizados por la familia, ya que permitían labores como pintar paredes, acumular en el garaje motores viejos y vigas de madera, lavar el coche en la calle o cubrir su recipiente de líquido limpiaparabrisas, pasar el paño a los muebles, taladrar paredes, arreglar grifos, arreglar.
El gran día, cuando los hijos llegaron a la casa paterna a colaborar en “la gran operación”, como la había bautizado el padre, se encontraron con una agradable sorpresa. No era el bizcocho de limón y chocolate, que bien podría alimentar a veinte comensales, que había confeccionado la madre el día antes con paquetes de harina, levadura y mucho amor, y que también constituyó una sorpresa agradable, sino el gato. Desde ese momento, el gato dejaría de vagar por la casa y de entrar y salir a su antojo para convertirse en un elegante gato de salón. Siempre lo había sido, por sus características, pero no fue hasta que la madre lo comprobó en Internet, apenas una o dos semanas atrás, cuando cayó en la injusticia a que habían condenado al animal. Había que repararla de inmediato. Sería el gato de las visitas y su nuevo territorio se circunscribiría al salón. Todos aplaudieron la nueva y justa medida.
Hoy la mujer cumple 80 años. Otras mujeres y hombres, todos más jóvenes que ella, la han sentado al frente de una mesa larga, que han embadurnado desde primeras horas de la mañana con viandas exquisitas y exquisitas viandas. El almuerzo continúa, pero hacen un alto para agasajarla con paquetes de colores intensos. La mujer abre un paquete, y otro, y otro. Dedica un segundo a cada contenido, sonríe y a por el siguiente. Es el turno de la tarta y las velas. La mujer las sopla. Todos aplauden. Todos le cantan el himno del “cumpleaños feliz”. Un niño se acerca a la mujer. Porta una fotografía en plata. Al situarse junto a la octogenaria, el emisario procede a la entrega. El dispositivo había capturado a una mujer de unos treinta y algo de años, de melena larga, voluptuosa, ventosa, apoyada en unas rocas humedecidas por la espuma de las olas. La expresión del rostro y los ojos que miran a la cámara la acercan a la mujer de hoy. El emisario se retira y todos esperan unas palabras de la anciana. Pasan minutos y la reciente octogenaria no abre la boca. Sí mira a la mujer joven de cabellera larga, voluptuosa, ventosa. “¡Qué tiempos aquellos!”, suelta por fin. Enmudece. Las otras mujeres y hombres más jóvenes aguardan. Pasan minutos. La mujer no suelta nada más. Pasan minutos. Todos aguardan. No ocurre nada. Deberán contentarse con esas tres palabras míticas de frase hecha.
El hombre y su familia han amasado una ingente fortuna. Su exitosa marca de productos cárnicos se ha caracterizado siempre por el cuidado escrupuloso, el mimo extremo con que han criado a sus cerdos desde que nacen, a fin de obtener la excelencia en el producto. La empresa de este hombre también ha sido reconocida por la exhaustiva y minuciosa explotación a la que ha ido sometiendo a sus trabajadores. Quiso el destino, o la fortuna, que llegara el día en que, de tantos mimos recibidos, de tanta delicadeza escrupulosamente derramada, los cerdos se convirtiesen en hombres. Justo el mismo día en que los hombres, tras décadas de rodillo minucioso sobre sus espaldas, se convirtieron en cerdos. Nadie se dio cuenta de la transformación, porque los nuevos hombres eran réplicas exactas de los anteriores. La estrategia de la exitosa marca no varió, así que no debe sorprendernos que los hombres volvieran a convertirse en cerdos, y los cerdos en hombres. El prodigio se heredó de padres a hijos, y de hijos a nietos. Así ha sido y será por los siglos de los siglos.
Al fin la mujer se quedó quieta. El hombre arrimó una silla. El adolescente se sentó en el suelo. Ambos jadeaban y se pasaban las manos por la frente. El hombre encendió un cigarrillo, dio una catadas, se lo ofreció al chico. Aún quedaba trabajo por hacer. Al alba, ya habían terminado. El hombre obligó al joven a prometer que jamás le contaría nada a nadie. Ni una palabra. Si no… Bañado en sudor, el chico asintió. Ya el sol calentaba la mañana, cuando los dos hombres volvieron a la furgoneta. Arrancaron y la furgoneta huyó por la carretera desierta.
El plan era el siguiente: lo primero que haría la mujer sería corregir su dentadura. La naturaleza no la había bendecido con unos dientes alineados, por lo que se haría colocar los preceptivos aparatos, así tuviera que estar a dieta de sopas y ensaladas unos meses. No le vendría mal bajar algunos kilos. Mientras los dientes se iban alineando, el paso siguiente consistiría en liberarse para siempre de las malditas gafas que tanto la habían acomplejado en sus años de instituto. Para ello se haría insertar las preceptivas lentes. Más adelante, le tocaría el turno a los pechos. Se acabó el lamentarse frente al espejo, observándolos en su caída interminable. Se haría implantar los preceptivos implantes de silicona. Una vez implantada, los dientes alienados y la nariz libre del peso de las gafas, ya estaría algo más cerca de la felicidad. No ignoraba el paso del tiempo. Los avances en la cirugía estética sabrían paliarlos. Después, no descartaba una operación de cadera o un marcapasos, si los achaques de la edad tardía así lo recomendasen. Por último, la mujer tenía claro que no iba a permitir, una vez fallecida, que su obra de arte se corrompiera y dejara al descubierto la prótesis de cadera y las bolsas de silicona encajadas entre las costillas. Ni hablar. Se haría incinerar, procedimiento mucho más moderno e higiénico que el burdo enterramiento. Haría volar sus cenizas en alguna playa, o quizá dejaría escrito que reposaran en un sitio tranquilo. Era la única parte que aún no había decidido. Por lo demás, un plan perfecto.
Cuando el cristianismo ya se había convertido en la religión oficial del Imperio, destacó una mujer en las ciencias y la filosofía. Repartió sus enseñanzas entre cristianos y paganos; mejoró los astrolabios de su época; inventó un densímetro; ofreció consejo en la gobernanza. Tantas bondades en una mujer acabaron con la paciencia de algunos hombres con derechos. Un grupo de cristianos la golpeó hasta matarla. Descuartizaron su cadáver e incineraron cada parte, aunque no lograron acallar su escuela neoplatónica, que continuó brillando hasta bien entrado el siglo VII.
Una mujer era respetada por la comunidad por sus conocimientos sobre hierbas y la curación de múltiples dolencias. Llegó el día en que proclamó, en plaza pública, que hombres y mujeres tenían los mismos derechos. Los hombres con derechos la declararon bruja y la condenaron a la hoguera, pero no pudieron impedir que otras mujeres salvaran vidas con sus pócimas, emplastos y conocimientos.
Debe haber alguna relación, un enlace secreto, con sus códigos a lo Dan Brown, entre los grandes simios y las serpientes, cuando los zoos modernos nos presentan a ambas especies detrás de gruesos cristales.
La historia viene de lejos. El primer hombre y la primera mujer sucumbieron a la tentación del fruto prohibido por seguir los malvados consejos de la serpiente. Con el paso del tiempo, cambiaron las tornas: las serpientes dejaron de dar consejos (incluso enmudecieron y fueron ignoradas, como los demás animales), mientras que nosotros, los descendientes de aquella pareja primera, desarrollamos el binomio inteligencia-habla, y con él, delicadezas como la capacidad de ordenar el mundo y hacerlo pedazos.
El tiempo siguió corriendo e inventamos los zoológicos. Nos hicimos rabiosamente modernos y sustituimos las jaulas de hierro por enormes imitaciones de hábitats naturales y despejados trozos de cristal grueso que nos permiten contemplar a ambos, serpientes y nuestros primos menos aventajados por la evolución, con seguridad. Ya sólo nos falta colocarlos frente a frente, no vaya a ser que nos olvidemos de cómo empezó la historia.
¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Media hora? Nunca he sido muy bueno calculando. Si no me hubieran requisado el reloj, sabría qué hora es y ese dato, inservible en otra época, me resulta ahora tan necesario… Igual no me lo requisaron y sigue sobre la mesa de noche tan tranquilo, con sus minutos y segundos. No me acuerdo… Me duele muchísimo la cabeza. Ahora mismo, para escribir estas líneas, debo hacer un esfuerzo enorme. Al menos no me arrancaron la libreta. Es mi único tesoro aquí dentro. Me escuece la garganta. Me arde la cara. No veo bien de un ojo. Me pesa el cuerpo como si no fuera mío. Como si arrastrara un cadáver sin decidirme dónde sepultarlo. Ojalá recordase lo que me ha pasado. Sólo sé que tengo la libreta y que estoy encerrado.
Oigo pasos que se acercan. También otro sonido familiar que identifico con un locutor de radio o televisión. Los pasos se detienen junto a la puerta. Un carcelero la abre mientras el otro deja en el suelo dos bandejas con agua y lo que parecen dos platos de sopa. Si me quedaran fuerzas, le estrellaría el plato en la cara al primero y la jarra de agua en la cabeza del segundo y escaparía. Si mi garganta estuviera despejada y limpia, gritaría, exigiría una explicación. Cuerpo de moribundo. Dolor de cabeza.
Me retiro a una esquina a disfrutar de mis sobras como un animal salvaje. Me llevo a la boca mi segunda cucharada de caldo espeso y amargo cuando, de la oscuridad de mi celda, surge una presencia. La sombra se acerca a la bandeja, la toma con ambas manos y desaparece. Me pongo en pie, como un hombre, y pregunto: «¿quién anda ahí?». No espero que el fantasma me responda porque sabemos que no es su costumbre y, aún así, repito la pregunta. Oigo los sorbos del caldo. Me dirijo hacia la guarida de la alimaña hasta que tropiezo con un bulto. Logro asir una muñeca que se retuerce y detengo una mano tras recibir varios arañazos en la cara. Las dos bestias alcanzamos una tregua. Necesitamos respirar.