Cuando el cristianismo ya se había convertido en la religión oficial del Imperio, destacó una mujer en las ciencias y la filosofía. Repartió sus enseñanzas entre cristianos y paganos; mejoró los astrolabios de su época; inventó un densímetro; ofreció consejo en la gobernanza. Tantas bondades en una mujer acabaron con la paciencia de algunos hombres con derechos. Un grupo de cristianos la golpeó hasta matarla. Descuartizaron su cadáver e incineraron cada parte, aunque no lograron acallar su escuela neoplatónica, que continuó brillando hasta bien entrado el siglo VII.
Una mujer era respetada por la comunidad por sus conocimientos sobre hierbas y la curación de múltiples dolencias. Llegó el día en que proclamó, en plaza pública, que hombres y mujeres tenían los mismos derechos. Los hombres con derechos la declararon bruja y la condenaron a la hoguera, pero no pudieron impedir que otras mujeres salvaran vidas con sus pócimas, emplastos y conocimientos.
Cuando a los cinco años de haberse conocido ella le explicó que en ocasiones sentía que ya habían agotado sus reservas de comentarios sobre la fotografía, los viajes y el teatro, y que, en ocasiones, sólo en ocasiones, no sabía de qué más podían hablar, él le replicó que sí, que tenía toda la razón del mundo y que le pasaba lo mismo. Entonces ella sugirió que tal vez, sólo tal vez, era el momento de buscar el primer hijo. Insistió en que, de esa manera, tendrían nuevo tema de conversación para los próximos cinco o seis años. Él le replicó que tenía toda la razón del mundo y que consideraba su idea como una gran idea. El primer hijo llegó y, tal y como lo habían planeado, tuvieron tema de conversación durante los siguientes cinco o seis años.
Cuando a los seis años de haber tenido a su primer hijo ella le explicó que en ocasiones, y sólo en ocasiones, sentía que sus conversaciones sobre las primeras palabras del niño, sus primeras grandes proezas, sus gracias y sus pedorretas habían perdido el encanto de los comienzos y que no sabía de qué más podían hablar, él le replicó que sí, que a él le pasaba lo mismo. Entonces él sugirió que tal vez, sólo tal vez, era el momento de buscar al segundo hijo. De esa manera tendrían temas de conversación para los siguientes cinco o seis años. El segundo hijo llegó y, tal y como lo habían pronosticado, tuvieron tema de conversación durante los siguientes cinco o seis años.
Cuando a los seis años de haber tenido a su segundo hijo ella le comentó que en ocasiones, y sólo en ocasiones, sentía que sus conversaciones sobre las primeras palabras del segundo niño, con sus proezas, gracias y pedorretas, habían perdido gran parte del encanto de los comienzos y que no sabía de qué más podían hablar, él le replicó que, en lo que le concernía, le pasaba lo mismo. Entonces ella sugirió que tal vez, sólo tal vez, era el momento de tener un perrito que les alegrara los días. Así podrían hablar de cómo iba creciendo el perrito; de sus gracias y pedorretas, de lo mucho que acompañaba y ayudaba a pasar los tiempos muertos… El perrito llegó y, tal y como lo habían planeado, los nuevos temas de conversación ya duraban otros seis o siete años.
Cada noche, al acostarse, ella le confesaba que se sentía muy feliz, a lo que él replicaba que no podía estar más de acuerdo, que se sentía, si cabía, aún más feliz que ella y que no podía evitar preguntarse si era digno de merecer tanta dicha.