Cuando el cristianismo ya se había convertido en la religión oficial del Imperio, destacó una mujer en las ciencias y la filosofía. Repartió sus enseñanzas entre cristianos y paganos; mejoró los astrolabios de su época; inventó un densímetro; ofreció consejo en la gobernanza. Tantas bondades en una mujer acabaron con la paciencia de algunos hombres con derechos. Un grupo de cristianos la golpeó hasta matarla. Descuartizaron su cadáver e incineraron cada parte, aunque no lograron acallar su escuela neoplatónica, que continuó brillando hasta bien entrado el siglo VII.
Una mujer era respetada por la comunidad por sus conocimientos sobre hierbas y la curación de múltiples dolencias. Llegó el día en que proclamó, en plaza pública, que hombres y mujeres tenían los mismos derechos. Los hombres con derechos la declararon bruja y la condenaron a la hoguera, pero no pudieron impedir que otras mujeres salvaran vidas con sus pócimas, emplastos y conocimientos.
Una mujer se asomó a un balcón. Desde ahí, y con la ayuda de un altavoz, transmitió su mensaje a la congregación de mujeres que se había escapado de la vigilancia de los hombres con derechos para escucharla. El voto femenino era y debía ser posible. Hubo que llamar la atención. Algunas mujeres repartieron pasquines. Otras arrojaron piedras contra escaparates. Muchas fueron detenidas, interrogadas, torturadas por la policía con derechos, pero nada pudieron hacer los vigilantes de la ley y el orden contra la extensión del sufragio que, ahora sí, empezaba a ser universal.
Millones de mujeres recorrieron las grandes avenidas de las grandes ciudades de los países más avanzados e influyentes en el terreno económico, tecnológico, militar y político. Las acompañaron numerosos hombres. Hubo que llamar la atención. Fue necesario convocar una huelga general. Quedan pendientes asuntos como la igualdad salarial, el acceso a la toma de decisiones o la capacidad de ir solas, de día o de noche, incluso de deambular, con las garantías de llegar a sus casas con el cuerpo entero, y la mente igual de sana o de perturbada que la de cualquier hombre con derechos.