El caso de las patrullas ciudadanas. (1)

patrullas-ciudadanas

Cómo se escribe la historia.

Antes de ejecutar la expulsión del delincuente del vagón de metro en que fuera localizado, las patrullas ciudadanas tenían la orden de comprobar la veracidad del sospechoso consultando en los móviles el archivo fotográfico que sus miembros habían elaborado a tal efecto. Bien porque el sospechoso no figuraba en la lista, bien porque a veces nadie parecía sospechoso, las cacerías no siempre se saldaban con éxito, lo que desencadenó una ola de frustración entre los brigadistas que llegó a oídos del Alto Comisionado. Reunido de urgencia, se decretó que a partir de entonces la sospecha razonable sería motivo suficiente para proceder a la expulsión del sospechoso, con o sin concurso del TMB, las fuerzas de seguridad o las autoridades. Se inició así una nueva etapa de nuestra historia que, gloriosa, continúa hasta la actualidad. Y ya se les va echando fuera. Y ya les vamos enseñando quién manda. Y ya va corriendo la sangre. Y ya vamos enterrando a nuestros primeros caídos…

 

El sentido de la vida.

La mujer cerró su agencia inmobiliaria a la hora de costumbre, pero después, en lugar de volver a pie a su domicilio, enfiló hacia las escaleras de la parada del metro de Paseo de Gràcia. Una vez dentro, desenrolló una cartulina donde se podía leer, en varios idiomas, la palabra “carteristas.” A lo largo del recorrido, se paseó por distintos vagones alertando a los viajeros de la presencia de carteristas y conminándolos a la precaución y a denunciar al TMB tan pronto como hubieran sido víctimas de un hurto. Perfeccionó su técnica y valentía hasta que fue capaz, con la ayuda de nuevos brigadistas sumados a la causa, de fichar y expulsar del metro al primer delincuente. “Esa noche no pegué ojo. Hacía tiempo que no pasaba tanto miedo,” admitió en una entrevista. “Ahora es mi chute de energía. No podría vivir ni ocuparme de lo demás sin ese subidón,” concluyó.

 

Selección natural.

Primero fue por seguridad. Había que llamar la atención de las fuerzas del orden y de las autoridades sobre el alarmante problema de convivencia que suponía la imparable ola de delincuencia callejera. Bajaban al metro con sus carteles, sus silbatos, sus sprays de gas pimienta, localizaban a los carteristas, los acorralaban, los echaban. El número de brigadistas fue en aumento. Sumaron a distintos colectivos, cada vez mejor organizados gracias a las nuevas tecnologías de localización y control de sospechosos. La aprobación ciudadana fue en aumento. No tardaron en llegar los de la tele con sus cámaras y sus micrófonos a hacerles reportajes y entrevistas, sobre todo a la pionera, una trabajadora eficaz, ciudadana ejemplar y nueva heroína catódica. Llegó el día en que la mujer se sintió brillar más por expulsar del metro a los sospechosos inmigrantes o salir en la tele que por acudir a su trabajo. Se ha convertido en un rostro popular de la pequeña pantalla. Ayer su canal desveló que será una de las concursantes de la próxima edición del exitoso reality En cueros por la isla, donde disfrutaremos viéndola pelear y copular con sus compañeros y ganando mucho dinero.

Espejos

No me relegarán a empujar el cochecito de mis nietos por el parque. No me empujarán todas las tardes a echar partidas de dominó en la asociación de vecinos del barrio. No me echarán a la calle en chándal blanco y azul marino. Los cinco kilómetros diarios que le sientan bien a mi circulación, que los recorran ellos. No circularé en rebaño manso de jubilados patrios por calles patrias o extranjeras. No, señores. Conmigo, no.

 

Se levantó un hombre. Recorrió la distancia que lo separaba del espejo más cercano sin distraerse y, ya junto a él, se puso a hacer muecas. Divertidas unas, grotescas otras. Comenzó a hablarle, en un lenguaje nuevo, al que remedaba. Adoptó poses. Ridiculizó actitudes. Llegó a bajarse los pantalones y enseñarle al del espejo, contoneándolas, las nalgas blancas repletas de sarpullidos que sólo existían para la noche. ¿A quién se las mostraba? Diría que al administrativo cerrado, pero sobre todo, muerto, que lo acogotaba desde la misma hora en que sus pies salían de la cama y tocaban el suelo del dormitorio.

 

La señora entró al probador. Le quedaba bien. Incluso la hacía más delgada. No sería justo si no resaltara el papel de la dependienta. La estaba tratando como a una reina: no hacía más que traerle modelitos y pruébese éste y pruébese aquél. Le daba conversación. Le cayó bien la dependienta a la señora. Una chica muy mona, como yo a su edad. Allí, en la soledad del cajón del probador, donde no llegaba el ruido que azota las tiendas de ropa, la del espejo tomó la decisión: irás a esa clínica de la revista y saldrás con una cara nueva. Como la de esta chica tan mona. Una cara que él no podrá dejar de mirar.

Acto de servicio

Ni los técnicos de primeros auxilios, ni el juez de instrucción número cuatro o cinco (no recuerdo bien), ni el forense (al que hubo que esperar más de dos horas), ni el mayor (que se debatía entre quedarse como una piedra e informar minuto a minuto de los acontecimientos a sus compañeros del instituto desde el móvil), ni el hijo menor (del que Emma siempre decía que se fijaba mucho en los pequeños detalles), ni la propia Emma (que estaba la pobre como para darse cuenta), nadie se había percatado de la nota hasta pasadas cuarenta y ocho horas del luctuoso suceso.

Era comprensible. Hubo que volver al orden, consolar a la viuda, llevarse a los niños, hacer callar al perro, levantar el cadáver… Demasiados trámites.

Por lo demás, hicieron bien su trabajo. Había pilas de ropa ya doblada en una de las camas. Sin embargo, el juez hizo notar que aún colgaban varias prendas del tendedero. La cocina parecía en orden. No obstante, el forense hizo hincapié en que se había derramado una gran cantidad del pienso del perro. Al abrir el lavavajillas, era evidente que la losa de la última cena ya estaba lista para su colocación en las preceptivas baldas. Aun así, creo que fue uno de los técnicos el que percibió cómo se acumulaban algunos platos, cubiertos y vasos en el fregadero. La propia víctima yacía en el sofá medio desnuda. Emma hubo de aclarar que era propio de Luis el pasearse por la casa vestido sólo con su eterno pantalón de chándal. Le resultaba cómodo.

Pasadas justo cuarenta y ocho horas del suceso luctuoso, fue el pequeño Tomás el que se acercó a su madre con la nota que había encontrado debajo del sofá, casi al lado del espacio exacto donde se había producido el óbito. A pesar de la lluvia que le empañaba la vista, la pobre Emma pudo leerla. Transcribo aquí el contenido de la misma con algunas alteraciones por respeto a los familiares del difunto.

Me da rabia que llegues a casa y te la encuentres así. Me hubiera gustado haber podido completar lo que empecé, pero de repente me encontré mal. No sé. Como que me faltaba el aire. Tuve que sentarme. Espero haber sido…