Odas a la mujer X (I)

Esa parte de tu anatomía,

parte de guerra,

parte del útero para, insumisa,

levantarse en armas contra

el desfallecimiento.

Esa parte de tu anatomía

sentencia a muerte

a la muerte.

Esa parte de tu anatomía

es un golpe de estado contra

la burocracia de los lunes.

Irreversible

el orden que has promulgado.

¡Tiembla, indiferencia!

MORIR DE AMOR.

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Muere una pareja al precipitarse al vacío desde un puente mientras se besaban. El varón, de 37 años, perdió su equilibrio natural al no poder sujetar el cuerpo de la pérfida mujer, de 39 años, tras verse enredado por las piernas de ésta. Con este fatal accidente se eleva a tres el número de parejas que han perdido la vida en similares circunstancias en lo que va de verano. La Guardia Civil no descarta que se trate de suicidios organizados y apunta a un nuevo golpe de la secta extrema conocida como “La Mujer Fatal.”

 

Resultan heridos de distinta consideración al caer desde un tercer piso de un hotel de Palma mientras practicaban relaciones sexuales. El varón, de 29 años, se encuentra en estado crítico mientras que la mujer, de 30, resultó herida con carácter leve. Al parecer, el cuerpo del hombre amortiguó la caída de la mujer. A la espera de los resultados del informe toxicológico pertinente, se desconocen las causas del accidente. Se desconocen, dicen. Claro que sí.

El caso de las patrullas ciudadanas. (1)

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Cómo se escribe la historia.

Antes de ejecutar la expulsión del delincuente del vagón de metro en que fuera localizado, las patrullas ciudadanas tenían la orden de comprobar la veracidad del sospechoso consultando en los móviles el archivo fotográfico que sus miembros habían elaborado a tal efecto. Bien porque el sospechoso no figuraba en la lista, bien porque a veces nadie parecía sospechoso, las cacerías no siempre se saldaban con éxito, lo que desencadenó una ola de frustración entre los brigadistas que llegó a oídos del Alto Comisionado. Reunido de urgencia, se decretó que a partir de entonces la sospecha razonable sería motivo suficiente para proceder a la expulsión del sospechoso, con o sin concurso del TMB, las fuerzas de seguridad o las autoridades. Se inició así una nueva etapa de nuestra historia que, gloriosa, continúa hasta la actualidad. Y ya se les va echando fuera. Y ya les vamos enseñando quién manda. Y ya va corriendo la sangre. Y ya vamos enterrando a nuestros primeros caídos…

 

El sentido de la vida.

La mujer cerró su agencia inmobiliaria a la hora de costumbre, pero después, en lugar de volver a pie a su domicilio, enfiló hacia las escaleras de la parada del metro de Paseo de Gràcia. Una vez dentro, desenrolló una cartulina donde se podía leer, en varios idiomas, la palabra “carteristas.” A lo largo del recorrido, se paseó por distintos vagones alertando a los viajeros de la presencia de carteristas y conminándolos a la precaución y a denunciar al TMB tan pronto como hubieran sido víctimas de un hurto. Perfeccionó su técnica y valentía hasta que fue capaz, con la ayuda de nuevos brigadistas sumados a la causa, de fichar y expulsar del metro al primer delincuente. “Esa noche no pegué ojo. Hacía tiempo que no pasaba tanto miedo,” admitió en una entrevista. “Ahora es mi chute de energía. No podría vivir ni ocuparme de lo demás sin ese subidón,” concluyó.

 

Selección natural.

Primero fue por seguridad. Había que llamar la atención de las fuerzas del orden y de las autoridades sobre el alarmante problema de convivencia que suponía la imparable ola de delincuencia callejera. Bajaban al metro con sus carteles, sus silbatos, sus sprays de gas pimienta, localizaban a los carteristas, los acorralaban, los echaban. El número de brigadistas fue en aumento. Sumaron a distintos colectivos, cada vez mejor organizados gracias a las nuevas tecnologías de localización y control de sospechosos. La aprobación ciudadana fue en aumento. No tardaron en llegar los de la tele con sus cámaras y sus micrófonos a hacerles reportajes y entrevistas, sobre todo a la pionera, una trabajadora eficaz, ciudadana ejemplar y nueva heroína catódica. Llegó el día en que la mujer se sintió brillar más por expulsar del metro a los sospechosos inmigrantes o salir en la tele que por acudir a su trabajo. Se ha convertido en un rostro popular de la pequeña pantalla. Ayer su canal desveló que será una de las concursantes de la próxima edición del exitoso reality En cueros por la isla, donde disfrutaremos viéndola pelear y copular con sus compañeros y ganando mucho dinero.

¡ENHORABUENA!

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-¡Enhorabuena! –dijo su representante con orgullo mientras se volvía y apagaba la llamada en el móvil–. Saldrás en televisión el próximo sábado. Prime time. Prepárate. No la cagues.

No la cagó nunca en dos décadas y media de carrera. De hecho, de todos los artistas y cómicos que había parido la saga de los J. B., éste era el que había llegado más lejos. Niño prodigio, con tan sólo nueve añitos debutó en el cine a principios de los ochenta de la mano de José Luis Cuerda. ¿Cómo olvidarlo? Al niño J. B. se le quedó esa mano mágica pegada a sus cabellos cuando acabó el rodaje y el barbudo director lo felicitó con mucho entusiasmo: “¡Enhorabuena! ¡Eres un genio, chaval! Si no la cagas, llegarás lejos.”

A lo largo de esa década y de la siguiente, lo que llegaron fueron más interpretaciones memorables al lado de Garci, Armendáriz, Fernán-Gómez, el genial Saura y hasta se le ofreció un cameo con Almodóvar. Al mismo tiempo, J. B. se subía a los escenarios de La Gran Vía y llenaba las tablas del Paralelo. Por si esto fuera poco, millones de televidentes disfrutaron de sus intervenciones en numerosas series de la época, comedias de situación en su mayor parte, donde J. B. brillaba lo mismo con hábitos de cura que como malvado empresario de la construcción.

Con el nuevo milenio, la presencia de J. B. en las pantallas, las grandes y las pequeñas, se volvió más selecta. En una entrevista concedida a “El País” por esas fechas, J. B. afirmaba que “la ventaja de ser un actor consolidado es que te permite dirigir tu propia carrera.”

Muy bien no debió de dirigirla cuando las llamadas se volvieron más y más escasas hasta cesar por completo, hará unos dos años. La suerte, no obstante, no lo había abandonado por completo, y ahí le aguardaba el próximo sábado una segunda oportunidad que no iba a dejar pasar.

Llegó el esperado momento. J. B. estaba nervioso, pero no tanto como para cagarla. En los camerinos, durante la interminable sesión de maquillaje, escuchó con atención las instrucciones de su representante. Al fin acabó el acicalamiento y J. B. ya era libre de dirigir sus pasos hacia el plató. Ya lo anunciaba la presentadora. Ya oía el clamor de los aplausos que se mezclaba con la sintonía de cabaret que le habían preparado…

Todavía no se explica su representante lo que sucedió aquella noche. Desde que lo vieron salir corriendo a toda prisa de los estudios, nadie ha vuelto a saber absolutamente nada de J. B. No respondía a sus llamadas. No lo localizaba en su piso. Había que dejar el asunto en manos de la policía.

-Estoy realmente preocupado –admitió su representante en la comisaría mientras cursaba la denuncia–. Temo que pueda hacer cualquiera tontería. Que la cague en cualquier momento.

BUENA SUERTE

 

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Las malas lenguas, por malas, por viperinas, se equivocaban. No era cierto eso de que el hombre había tenido tanta buena suerte. En cuarenta años de desgaste en loterías, tragaperras y promociones, sólo le había tocado una vez El Gordo (y hacía ya más de veinte años), y el sorteo de los dos mil euros mensuales para toda la vida de Nescafé.

Trago largo al Jack Daniels. Por fin le hablaba al famoso yanqui de la botella de tú a tú. Si se hubiera decidido a aprender el maldito inglés, en vez de levantar altares al whisky, ahora se estaría codeando con el tejano de dos metros que se arruinaba a su derecha.

Mirada larga al reloj. Faltaba muy poco para que se abrieran las puertas del bufé llamando a la cena. Aún quedaba tiempo para la última partida de la tarde. Después de cenar, se dejará ver por las tragaperras por una horita más o así. Instalado en la barra del cóctel bar, se hará servir otro Jack Daniels. Animado (embriagado, en realidad, qué palabra, em-bria-ga-do, qué nivel), concluirá la velada ante un tercer o cuarto Jack, que había perdido la cuenta, cerca, muy cerca, la olía, de la tinta de los billetes de cien dólares que cincuentones de mostachos blancos, mejillas coloradas y gorros vaqueros exhibían un minuto antes de introducirlos en las ligas de aquellas muchachas tan simpáticas, las olía, que nunca pasaban frío por poca ropa que llevasen. Satisfecho, acabará por encontrar, él solito, la ruta que lo devolverá a su habitación. Cabezada de siete horas y como un clavo en el bufé para el desayuno del día siguiente.

Trago largo al Jack. ¡Quién se lo iba a decir! Codeándose con auténticos y rudos vaqueros del Oeste. Escasos centímetros de barra lo separaban de yanquis almidonados de trajes a rayas, hechos a medida, que no temían desplumarse (sí, ésa era la palabra siempre en boca del gran Wayne, desplumarse, qué nivel) en los casinos. El sueño de toda una vida de Nescafé hecho realidad. Hecho carne. (Hecho pedazos).

No estaban saliendo nada mal aquellas vacaciones en Las Vegas. Nada mal.

DOS COPAS

 

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No estaba convencida, pero sí esperaba encontrarse un detalle. Una caja, de esas rojas, rellena de bombones. Una novela de Almudena Grandes, aunque no fuera la más reciente. Algo.

La mujer no había faltado a su cita ni un solo lunes durante los últimos veinticinco años. En ese cuarto de siglo habría visto al hombre en menos de diez ocasiones. Sí la recibían las notas, abandonadas en la cómoda del hall, sobre la cama siempre hecha del cuarto de huéspedes, a menudo, en la mesa del escritorio, arrancadas de agendas y libretas, donde el hombre garabateaba las instrucciones: “no se olvide de la puerta del garaje”; “hoy empiece por el salón”; “no tuve tiempo de pasarme por el cajero. Le pagaré la semana que viene”… A menudo la sorprendía el recuerdo de cuánto le costó, al principio, descifrar los intrincados jeroglíficos del médico. Hasta que lo consiguió. Lo que no había logrado aún era averiguar de dónde le venía al médico esa urgencia, revelada por la pésima caligrafía. Se suponía que las personas se apaciguaban con los años.

Ni rastro de los bombones. Nada de novelas. El único gesto que le llamó la atención ese lunes, después de veinticinco años, fue el hallazgo de las copas en la cocina. Yacían boca abajo sobre un paño. Todavía húmedas. Dos copas. ¿Había tenido el médico un invitado ese fin de semana? ¿Una mujer? Observó las copas de cerca, con la esperanza de detectar restos de lápiz de labios, pero el médico las había fregado a conciencia. El suceso era insólito: jamás, en ningún momento durante todo un cuarto de siglo, había leído indicación alguna relativa a la recepción de invitados. Jamás había tenido constancia la mujer de que el hombre atendiera visitas. Nunca había tropezado su olfato, finísimo, con olores traicioneros. Dos copas. Todavía húmedas.

Ese lunes no fue un lunes cualquiera. Era evidente que no estaba limpiando con la precisión acostumbrada. Las copas se le habían tatuado en la frente. Para cuando se disponía a marcharse, resolvió que se trataba de un gesto. El médico había lavado las copas y las había dejado a la vista con toda intención para hacerle creer que no estaba solo. Un regalo de aniversario. Para ella.

Operación «Reciclaje-Maquillaje» de La Monarquía

 

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Lo que más me irrita del ya viejo y prolongado escándalo que sacude a nuestra Real Casa es que piensen que somos imbéciles. Que nos traten como niños a los que se debe mantener apartados del fuego, de los enchufes, de los chuches ofrecidos por extraños y, en general, de cualquier peligro que amenace nuestras infantiles testas.

El episodio más reciente de la pestilencia borbónica que se ha apropiado del Estado, entre otras instituciones, y que hemos consentido, por omisión, sobre todo, a lo largo y ancho de otros cuarenta años de paz, apunta en la dirección de mantenernos, pobres súbditos incapacitados para el mínimo análisis, a salvo de aquellos aspectos de la vida que, por su crudeza, debemos dejar en manos de los adultos. Me refiero a la comparecencia, a petición propia, del aún director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), el general Sanz Roldán, ante la Comisión de Secretos Oficiales, para ofrecer todo tipo de explicaciones acerca del contenido de las grabaciones que el comisario Villarejo (que, a este paso, va camino de convertirse en el comisario de policía más popular de España, con permiso de Pepe Carvalho) “arrancó” a la “entrañable amiga” del Emérito, la princesa Corinna, donde la rubia platino reveló una cascada de irregularidades que afectarían de lleno al padre del Rey Preparado.

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NO ES SÁNCHEZ. SON LOS MERCADOS.

Hace unos días, un buen amigo me envió un vídeo sobre la conferencia que Ignacio Martínez Mendizábal, paleontólogo y miembro del equipo de las excavaciones del “Proyecto Atapuerca”, impartió a alumnos de un instituto de secundaria. En dicho acto, el científico abordó muchas cuestiones interesantes hasta desembocar en una conclusión rotunda y emotiva.  De los tres yacimientos que conforman el proyecto, el más importante, al que sólo tienen acceso los investigadores, es “La sima de los huesos”. Con dataciones de medio millón de años, alberga la mayor colección de huesos humanos de la prehistoria del mundo. Más que todos los otros yacimientos juntos. Una de las joyas de la corona de este santuario es el cráneo de una niña que tenía unos 12 años en el momento de su muerte. Lo que hace especial este hallazgo es que el cráneo presenta unas malformaciones que evidencian discapacidades intelectuales y motrices severas. Aún así, la niña había sobrevivido hasta los 12 años. La explicación ofrecida por el profesor Martínez Mendizábal es que su tribu cuidó de ella, aunque ella no pudiera ser de utilidad alguna a su tribu. Dicho de otro modo, nuestra especie es la única que se ocupa de sus individuos más vulnerables.

Otro rasgo que el conferenciante destacó como exclusivo de la especie humana es nuestra capacidad para ocuparnos también de nuestros muertos (el accidente del Yak-42 y los miles de españoles que siguen enterrados en las cunetas desde el inicio de la Guerra Civil y cuyos cadáveres no dejan de reclamar sus «pesados» familiares son las excepciones que confirman la regla). “La sima de los huesos” no es otra cosa que un monumento funerario deliberado, “el primer acto funerario de la historia de la humanidad”, en palabras del paleontólogo, como además atestigua la presencia de un bifaz de color rojo que no se encuentra en la zona, por lo que fue llevado hasta allí desde lejos y arrojado como ofrenda a los muertos. Por si tantas revelaciones no fueran suficientes, Martínez Mendizábal citó al mismísimo Darwin para venir a decir que esta preocupación exclusivamente humana de ayudarse unos a otros y de sacrificarse por el bien común ya la había definido el famoso científico inglés en su libro El origen del hombre, que escribiría al final de su vida, como ejemplo de “selección natural”, en tanto que dicha preocupación nos hizo prevalecer sobre las demás especies. Para mí, que no he leído a Darwin, la revelación me sorprendió. Hasta entonces, todo lo que sabía sobre su concepto de “selección natural” tenía que ver con la supervivencia de los más fuertes. Es el sentido que se popularizó hasta impregnar todas las capas de las sociedades occidentales, desde su aplicación a la industria para justificar las condiciones laborales de los trabajadores, hasta su implantación en la literatura, dando pie a la “novela naturalista”, que comenzara Zola en Francia y a la que se apuntarían desde Pardo Bazán hasta Jack London. Por no haber leído a Darwin, me he perdido el otro sentido, mucho más solidario y ciudadano que el primero.

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