Hace unos días, un buen amigo me envió un vídeo sobre la conferencia que Ignacio Martínez Mendizábal, paleontólogo y miembro del equipo de las excavaciones del “Proyecto Atapuerca”, impartió a alumnos de un instituto de secundaria. En dicho acto, el científico abordó muchas cuestiones interesantes hasta desembocar en una conclusión rotunda y emotiva. De los tres yacimientos que conforman el proyecto, el más importante, al que sólo tienen acceso los investigadores, es “La sima de los huesos”. Con dataciones de medio millón de años, alberga la mayor colección de huesos humanos de la prehistoria del mundo. Más que todos los otros yacimientos juntos. Una de las joyas de la corona de este santuario es el cráneo de una niña que tenía unos 12 años en el momento de su muerte. Lo que hace especial este hallazgo es que el cráneo presenta unas malformaciones que evidencian discapacidades intelectuales y motrices severas. Aún así, la niña había sobrevivido hasta los 12 años. La explicación ofrecida por el profesor Martínez Mendizábal es que su tribu cuidó de ella, aunque ella no pudiera ser de utilidad alguna a su tribu. Dicho de otro modo, nuestra especie es la única que se ocupa de sus individuos más vulnerables.
Otro rasgo que el conferenciante destacó como exclusivo de la especie humana es nuestra capacidad para ocuparnos también de nuestros muertos (el accidente del Yak-42 y los miles de españoles que siguen enterrados en las cunetas desde el inicio de la Guerra Civil y cuyos cadáveres no dejan de reclamar sus «pesados» familiares son las excepciones que confirman la regla). “La sima de los huesos” no es otra cosa que un monumento funerario deliberado, “el primer acto funerario de la historia de la humanidad”, en palabras del paleontólogo, como además atestigua la presencia de un bifaz de color rojo que no se encuentra en la zona, por lo que fue llevado hasta allí desde lejos y arrojado como ofrenda a los muertos. Por si tantas revelaciones no fueran suficientes, Martínez Mendizábal citó al mismísimo Darwin para venir a decir que esta preocupación exclusivamente humana de ayudarse unos a otros y de sacrificarse por el bien común ya la había definido el famoso científico inglés en su libro El origen del hombre, que escribiría al final de su vida, como ejemplo de “selección natural”, en tanto que dicha preocupación nos hizo prevalecer sobre las demás especies. Para mí, que no he leído a Darwin, la revelación me sorprendió. Hasta entonces, todo lo que sabía sobre su concepto de “selección natural” tenía que ver con la supervivencia de los más fuertes. Es el sentido que se popularizó hasta impregnar todas las capas de las sociedades occidentales, desde su aplicación a la industria para justificar las condiciones laborales de los trabajadores, hasta su implantación en la literatura, dando pie a la “novela naturalista”, que comenzara Zola en Francia y a la que se apuntarían desde Pardo Bazán hasta Jack London. Por no haber leído a Darwin, me he perdido el otro sentido, mucho más solidario y ciudadano que el primero.