Crónicas (desordenadas) de un viaje a Polonia. (I)

Cuando desembarcamos en el parking del aeropuerto de Lublin -después de muchas horas de conducción desde Sandomierz, lluvias abundantes con sus truenos y relámpagos de verano y la oscuridad del atardecer que más se parecía al invierno que al mes de Agosto-, no nos recibió nadie. No esperábamos banda de música pero sí la típica actividad de los aeropuertos. Serían apenas las ocho o las ocho y media de la tarde y la única señal de vida provenía de las conversaciones de dos agentes de seguridad que velaban por la paz eterna de las instalaciones. Estaba claro que era uno de esos aeropuertos destinados al turismo nacional que sólo se mostraba operativo durante el día. No teníamos que coger ningún avión. Sólo habíamos de dejar el coche que habíamos alquilado dos días antes en perfectas condiciones, meternos en un taxi y descansar en el hotel que teníamos reservado en la pequeña y pintoresca ciudad polaca. Esperamos por el taxi bajo unos aleros. Por suerte, la lluvia había cesado al poco de llegar. Nada rompía la calma y el taxi llegó cuando debía, pero ese tiempo de espera allí solos, con la única protección de los aleros, las luces débiles de farolas y el silencio, hace que lo recuerde ahora como una escena de película futurista en la que los protagonistas se enfrentan por primera vez al escenario desolado que sigue a una guerra nuclear o una epidemia devastadora. Costaba imaginar que aquél debía ser otro lugar distinto a la luz del día.

 

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La cabra montés: símbolo de la ciudad de Lublin. Frente al Hotel Europa

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