Hoy la mujer cumple 80 años. Otras mujeres y hombres, todos más jóvenes que ella, la han sentado al frente de una mesa larga, que han embadurnado desde primeras horas de la mañana con viandas exquisitas y exquisitas viandas. El almuerzo continúa, pero hacen un alto para agasajarla con paquetes de colores intensos. La mujer abre un paquete, y otro, y otro. Dedica un segundo a cada contenido, sonríe y a por el siguiente. Es el turno de la tarta y las velas. La mujer las sopla. Todos aplauden. Todos le cantan el himno del “cumpleaños feliz”. Un niño se acerca a la mujer. Porta una fotografía en plata. Al situarse junto a la octogenaria, el emisario procede a la entrega. El dispositivo había capturado a una mujer de unos treinta y algo de años, de melena larga, voluptuosa, ventosa, apoyada en unas rocas humedecidas por la espuma de las olas. La expresión del rostro y los ojos que miran a la cámara la acercan a la mujer de hoy. El emisario se retira y todos esperan unas palabras de la anciana. Pasan minutos y la reciente octogenaria no abre la boca. Sí mira a la mujer joven de cabellera larga, voluptuosa, ventosa. “¡Qué tiempos aquellos!”, suelta por fin. Enmudece. Las otras mujeres y hombres más jóvenes aguardan. Pasan minutos. La mujer no suelta nada más. Pasan minutos. Todos aguardan. No ocurre nada. Deberán contentarse con esas tres palabras míticas de frase hecha.