Un cuento (chino) de reyes

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivió un rey que era muy, muy querido por sus súbditos. Ya siendo un príncipe, todo el reino comentaba lo alto y apuesto que era y lo agradable que se mostraba en las recepciones de palacio. El futuro monarca destacó tanto, tanto durante el extenso y exquisito periodo de instrucción civil y militar al que debió someterse, se empleó con tanta, tanta dedicación y esmero a aprender las tareas del buen gobierno que le esperaba, que pronto no quedó lugar en el reino donde no se alabaran a partes iguales su buen juicio y su impecable presencia. ¡Qué buen rey iba a ser!

Pronto llegaría la hora en que el joven príncipe debía comprometerse con una joven princesa. La elegida, como solía ser costumbre en aquellos tiempos tan, tan lejanos, resultó proceder de una familia real extranjera. Este hecho, sin embargo, no impidió que la joven princesa demostrara poseer todas las cualidades que harían de ella una perfecta consorte: paciencia, un carácter apacible y una exquisita discreción.

Al fin llegó el gran día en que los jóvenes debían sellar su amor ante la Iglesia y todo el reino. Por todos los rincones se celebraron festejos en honor de la flamante pareja. Como era costumbre en aquel país en aquellos tiempos tan, tan lejanos, los nuevos reyes tardaron un mes en recorrer uno a uno todas las regiones, ciudades y pueblos. Tantas manos estrecharon y tantos fueron los saludos enviados desde la carroza real, que todo el mundo estuvo de acuerdo en que nunca, en toda la dilatada historia de aquel reino milenario, había habido una pareja de reyes tan encantadora.

Continuar leyendo «Un cuento (chino) de reyes»

Acto de servicio

Ni los técnicos de primeros auxilios, ni el juez de instrucción número cuatro o cinco (no recuerdo bien), ni el forense (al que hubo que esperar más de dos horas), ni el mayor (que se debatía entre quedarse como una piedra e informar minuto a minuto de los acontecimientos a sus compañeros del instituto desde el móvil), ni el hijo menor (del que Emma siempre decía que se fijaba mucho en los pequeños detalles), ni la propia Emma (que estaba la pobre como para darse cuenta), nadie se había percatado de la nota hasta pasadas cuarenta y ocho horas del luctuoso suceso.

Era comprensible. Hubo que volver al orden, consolar a la viuda, llevarse a los niños, hacer callar al perro, levantar el cadáver… Demasiados trámites.

Por lo demás, hicieron bien su trabajo. Había pilas de ropa ya doblada en una de las camas. Sin embargo, el juez hizo notar que aún colgaban varias prendas del tendedero. La cocina parecía en orden. No obstante, el forense hizo hincapié en que se había derramado una gran cantidad del pienso del perro. Al abrir el lavavajillas, era evidente que la losa de la última cena ya estaba lista para su colocación en las preceptivas baldas. Aun así, creo que fue uno de los técnicos el que percibió cómo se acumulaban algunos platos, cubiertos y vasos en el fregadero. La propia víctima yacía en el sofá medio desnuda. Emma hubo de aclarar que era propio de Luis el pasearse por la casa vestido sólo con su eterno pantalón de chándal. Le resultaba cómodo.

Pasadas justo cuarenta y ocho horas del suceso luctuoso, fue el pequeño Tomás el que se acercó a su madre con la nota que había encontrado debajo del sofá, casi al lado del espacio exacto donde se había producido el óbito. A pesar de la lluvia que le empañaba la vista, la pobre Emma pudo leerla. Transcribo aquí el contenido de la misma con algunas alteraciones por respeto a los familiares del difunto.

Me da rabia que llegues a casa y te la encuentres así. Me hubiera gustado haber podido completar lo que empecé, pero de repente me encontré mal. No sé. Como que me faltaba el aire. Tuve que sentarme. Espero haber sido…

Dos niños y un perro. Felices.

 

foto-blog-felices

El plan marchaba tal y como lo habían planeado.

Cuando a los cinco años de haberse conocido ella le explicó que en ocasiones sentía que ya habían agotado sus reservas de comentarios sobre la fotografía, los viajes y el teatro, y que, en ocasiones, sólo en ocasiones, no sabía de qué más podían hablar, él le replicó que sí, que tenía toda la razón del mundo y que le pasaba lo mismo. Entonces ella sugirió que tal vez, sólo tal vez, era el momento de buscar el primer hijo. Insistió en que, de esa manera, tendrían nuevo tema de conversación para los próximos cinco o seis años. Él le replicó que tenía toda la razón del mundo y que consideraba su idea como una gran idea. El primer hijo llegó y, tal y como lo habían planeado, tuvieron tema de conversación durante los siguientes cinco o seis años.

Cuando a los seis años de haber tenido a su primer hijo ella le explicó que en ocasiones, y sólo en ocasiones, sentía que sus conversaciones sobre las primeras palabras del niño, sus primeras grandes proezas, sus gracias y sus pedorretas habían perdido el encanto de los comienzos y que no sabía de qué más podían hablar, él le replicó que sí, que a él le pasaba lo mismo. Entonces él sugirió que tal vez, sólo tal vez, era el momento de buscar al segundo hijo. De esa manera tendrían temas de conversación para los siguientes cinco o seis años. El segundo hijo llegó y, tal y como lo habían pronosticado, tuvieron tema de conversación durante los siguientes cinco o seis años.

Cuando a los seis años de haber tenido a su segundo hijo ella le comentó que en ocasiones, y sólo en ocasiones, sentía que sus conversaciones sobre las primeras palabras del segundo niño, con sus proezas, gracias y pedorretas, habían perdido gran parte del encanto de los comienzos y que no sabía de qué más podían hablar, él le replicó que, en lo que le concernía, le pasaba lo mismo. Entonces ella sugirió que tal vez, sólo tal vez, era el momento de tener un perrito que les alegrara los días. Así podrían hablar de cómo iba creciendo el perrito; de sus gracias y pedorretas, de lo mucho que acompañaba y ayudaba a pasar los tiempos muertos… El perrito llegó y, tal y como lo habían planeado, los nuevos temas de conversación ya duraban otros seis o siete años.

Cada noche, al acostarse, ella le confesaba que se sentía muy feliz, a lo que él replicaba que no podía estar más de acuerdo, que se sentía, si cabía, aún más feliz que ella y que no podía evitar preguntarse si era digno de merecer tanta dicha.