Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivió un rey que era muy, muy querido por sus súbditos. Ya siendo un príncipe, todo el reino comentaba lo alto y apuesto que era y lo agradable que se mostraba en las recepciones de palacio. El futuro monarca destacó tanto, tanto durante el extenso y exquisito periodo de instrucción civil y militar al que debió someterse, se empleó con tanta, tanta dedicación y esmero a aprender las tareas del buen gobierno que le esperaba, que pronto no quedó lugar en el reino donde no se alabaran a partes iguales su buen juicio y su impecable presencia. ¡Qué buen rey iba a ser!
Pronto llegaría la hora en que el joven príncipe debía comprometerse con una joven princesa. La elegida, como solía ser costumbre en aquellos tiempos tan, tan lejanos, resultó proceder de una familia real extranjera. Este hecho, sin embargo, no impidió que la joven princesa demostrara poseer todas las cualidades que harían de ella una perfecta consorte: paciencia, un carácter apacible y una exquisita discreción.
Al fin llegó el gran día en que los jóvenes debían sellar su amor ante la Iglesia y todo el reino. Por todos los rincones se celebraron festejos en honor de la flamante pareja. Como era costumbre en aquel país en aquellos tiempos tan, tan lejanos, los nuevos reyes tardaron un mes en recorrer uno a uno todas las regiones, ciudades y pueblos. Tantas manos estrecharon y tantos fueron los saludos enviados desde la carroza real, que todo el mundo estuvo de acuerdo en que nunca, en toda la dilatada historia de aquel reino milenario, había habido una pareja de reyes tan encantadora.
Pasó el tiempo y los reyes tuvieron descendientes: dos hijas que eran el vivo retrato de su madre y un varón que, aparte de garantizar la continuidad dinástica, no podía parecerse más a su orgulloso padre. La familia real ya estaba completa. Los festejos se prolongaron durante meses, incluso años. Se podría decir que el reino vivía en un perpetuo estado de felicidad contagiosa: los reyes derretían a sus súbditos con su entusiasmo, candor y alegría y aquéllos se lo devolvían con idéntica, si no aún más ardiente fidelidad.
Pero todo no podía ser perfecto y pronto llegarían los días en que la familia real al completo debía afrontar formidables desafíos. Una serie de calamidades se expandió por el reino. Por fortuna, el buen juicio del rey y la abnegada presencia de la reina lograron exterminarlos uno a uno. Sin embargo, elevados fueron los precios a pagar. El carácter de la reina, antaño dulce y discreto, se volvió colérico y huraño. Pronto dictó órdenes de que no se la molestara salvo en casos de fuerza mayor. Delegó los asuntos del reino en el buen juicio del rey y se fue marchitando en sus aposentos. La hija mayor, de la que ya se sospechaba que padecía algún tipo de trastorno mental, acabó por seguir los pasos de su madre, tras un desafortunado enlace matrimonial. La hija menor y su consorte, sin duda mal aconsejados en las cada vez más prolongadas ausencias del rey, se incorporaron a una banda organizada de ladrones y no le quedó más remedio al buen monarca que forzar el destierro de su propia hija para alejar así al resto de la familia de la perdición. Al mismo tiempo cada vez eran más y más contundentes las voces que aseguraban que lo único que verdaderamente debían los súbditos de agradecer a su rey fue su decisiva intervención durante el famoso intento por derrocarlo, pero que ese suceso había pasado hacía tantos, tantos años, que por sí solo no bastaba ya para justificar todo su reinado. Apenado y solitario, la salud del buen rey se fue debilitando hasta el punto que muchos se preguntaban si era el mismo monarca que había llevado tanta felicidad al reino.
Un día, alarmados los médicos reales por la crítica salud del anciano rey, decidieron convocar a todos los curanderos y hechiceras del país, tan desesperados estaban por encontrar una cura milagrosa. Al tercer día de pruebas, los ungüentos de una vieja hechicera comenzaron a surtir efecto. El anciano rey, si bien todavía aquejado de los males típicos de la edad, recobró el aspecto sonrojado y saludable que tanto lo había caracterizado. Profundamente agradecido, el venerable monarca quiso saber cómo podría pagarle a la hechicera por sus servicios y aquélla le respondió que bastaba con tomarla en matrimonio. ¡Cómo iba a casarse un rey con una vieja curandera! El rey le pidió tres días para tomar una decisión tan importante.
Se acabó el plazo y el rey consintió en desposarse con la vieja hechicera. Al menos alguien le haría compañía en sus últimos años. En contra del deseo de sus consejeros, hizo declarar nulo su matrimonio con la reina y tomó a la hechicera como nueva esposa. Durante la noche de bodas, la hechicera descubrió su secreto: resultó ser, en realidad, una bella bailarina descendiente de una antiquísima dinastía. El rey, maravillado, recuperó su antigua campechanía al instante. Ordenó la celebración de una nueva boda real e invitó a todas las familias adineradas del reino. Mandó convocar al resto de sus súbditos a la plaza del palacio y cuando la nueva reina hizo su aparición en el balcón real, jamás se volvió a oír un clamor semejante. Pronto todo el mundo se olvidó de la vieja y colérica reina extranjera. Se organizaron festejos en todos los pueblos del reino que se prolongaron durante años. La estima del viejo rey se había recuperado tanto, tanto y el entusiasmo se había vuelto tan, tan contagioso que todos estaban encantados de volver a pagar sus impuestos y de colaborar desinteresadamente con las arcas reales con tal de ver satisfecho al buen rey.
La excitación general no amainó ni siquiera cuando la bailarina desapareció misteriosamente un día. El pueblo, volcado con su rey, resolvió encontrarle pronto una nueva compañera. No escatimaron recursos hasta que los desvelos cristalizaron en un nuevo romance real, esta vez de la mano de una joven aún más agraciada que la bailarina. El rey volvía a sonreír. El dinero no dejaba de fluir hacia las arcas reales. Se organizaron festejos que se prolongaron décadas y todos fueron felices y comieron muchas, muchas perdices.