Lázaro

Soy un tipo con suerte. Me fue dado escuchar el verbo ágil, suelto, chisporroteante, a menudo irónico de la mujer de sábado. Tuve el privilegio de conocerla en septiembres de cabeza alta, sin insomnios, días felices de glúteos ceñidos, orgullo del busto realzado por jerséis negros de cuello alto, de cuello de tortuga, como los describió Fuentes, de melenas plisadas, de vestidos de asillas, corpiños, repletos de sicodelias. Un lunes marrón llegó la monja. Estuve presente cuando la envolvió en su capa negra; no intervine mientras la estrujaba, anaconda, anaconda, merceditas negras de charol, jerséis negros de oscuridad, chaquetas de sepultura, chaquetas de fuerza, no bebas, no fumes, hasta que la muerte nos separe, la espalda recta, niña (ahí te rebelaste: vértebra a vértebra la fuiste encorvando; hallaste alivio en los suelos). Desde entonces, vigilo: no quiero perderme la noche en que la voz le susurre al oído, Lázaro, Lázaro, levántate, ya no estás muerta.    

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