Al final de mi artículo «Varas de medir», resumía estos tiempos españoles nuestros como «tiempo de pestes», dado el uso partidista y grotesco que nuestros partidos políticos se están acostumbrando a hacer de la justicia. La casualidad, otra vez, me colocó ante el televisor para que siguiera la serie La Peste. Y la seguí a lo largo de varias noches. Más allá de su factura estilística, basada en los juegos de luces y sombras, con la mayoría de las escenas rodadas de noche a la luz de antorchas y candiles, con persecuciones subterráneas por los laberintos de una Sevilla rica en superficie que se pudría de peste a finales del siglo XVI, a pesar de lo cautivador de su atmósfera, me quedo con las palabras que los guionistas pusieron en boca del médico. Mientras curaba las heridas infligidas al protagonista que casi acaban con su vida, el médico celebraba el fin de la peste por la llegada del frío, que mataba a las ratas, portadoras del temible mal, pero, a la vez, recordaba, auténtico aguafiestas, el carácter cíclico de la enfermedad. Nada se podía hacer contra la peste. Llegaría y se marcharía y volvería a por más. Metáfora para el espectador avezado que en pleno siglo XXI no puede más que darle la razón. A aquella peste la vencimos, pero seguimos sin erradicar otras ponzoñas.
Casi al mismo tiempo que seguía La Peste, me entero del proyecto del Teatro del Barrio, dirigido por el autor, director y actor Alberto San Juan, de llevar al cine su montaje teatral El Rey tras la generosa acogida por parte del público y la crítica. El proyecto casi se topa de bruces con el cumpleaños del monarca emérito, que goza de unos espléndidos 80 años. Todos los medios de la corte celebraron la efemérides, mientras que otros, los que no reciben subvenciones ni del Estado ni de conglomerados empresariales, sino que salen adelante gracias a la publicidad pero, sobre todo, a las cuotas de sus socios, nos recordaban que no todo han sido luces en la biografía del campechano monarca. Una vez más, y ya es sospechoso cómo a veces los hechos se vinculan unos a otros, o con qué sorprendente cercanía cronológica se suceden, días antes del cumpleaños feliz del otrora monarca impuesto por el Generalísimo, nos apena la noticia del triste fallecimiento, a sus 91 años, de la hija de aquel dictador, Doña Carmen Franco y Polo, duquesa de Franco, marquesa viuda de Villaverde y grande de España.
Nos enteramos de que fue incinerada y enterrada, con todos los honores, en posesión absoluta de tan apabullante currículo nobiliario, en la cripta que la familia posee en La Catedral de La Almudena. Tuvo una muerte digna. No podemos decir lo mismo del incontable número de fusilados, incontable en sentido literal, por orden de su padre y sus adláteres, que todavía sigue esperando a que La Ley de Memoria Histórica cuente con fondos para sacarlos de las cunetas y tengan una muerte tan digna como lo quieran sus familiares. En este caso, tampoco ha habido justicia, ni poética, ni de ningún tipo.
Ha muerto otra grande de España, cuyo mayor logro consistió en erigirse como Presidenta de Honor de La Fundación Nacional Francisco Franco, institución privada sin ánimo de lucro cuyo objetivo principal es el de difundir la memoria del fascista que, al contrario que sus tocayos en Alemania e Italia, no sólo no perdió la guerra, sino que la ganó con creces. No seré yo el que contradiga el carácter filantrópico de la fundación, pero conviene recordar que sí recibió subvenciones durante la etapa de Aznar y que, a día de hoy, sigue custodiando miles de documentos sobre esa etapa de nuestra historia, lo que obliga a investigadores y periodistas a pedir cita y aguantar el tipo en ese museo de exaltación del Franquismo mientras examinan dichos documentos. ¿Resulta inviable, por algún motivo de tipo logístico o de cualquier otra índole, que esa documentación esté a disposición de los estudiosos en otro lugar, en un museo que dependa del Ministerio de Cultura o de la comunidad autónoma de turno? ¿Será cuestión de voluntad política? Igual no es el momento de discutir una cuestión tan baladí, como tampoco lo es el que se debata sobre si no querríamos otro tipo de Jefatura del Estado, en lugar de padecer un modelo impuesto por la dictadura. Nunca hay tiempo para hablar de esos asuntos. Nunca es el momento oportuno. Ahora no toca. Todavía no. Esperen un poco más. Habrá que consultar los oráculos del 78 y tener paciencia.
Se ha muerto una grande de España que hizo muchísimo por nuestro país. Claro que no tuviste la culpa, Carmen, de haber sido la hija de un dictador. Eso se lo dejamos a la biología. Sin embargo, tu origen no tuvo por qué condicionar las decisiones que tomaste a lo largo de tu vida. A partir de la muerte de tu padre, pudiste haber elegido otra senda. Pudiste haberte desmarcado, clara y rotunda, de ese pasado. Pudiste arremangarte y utilizar tu condición para fortalecer la incipiente democracia, sin tener que escupir por ello sobre la tumba de tu padre. Pudiste haber sigo grande de verdad, grande en valores cívicos y sociales, y no simplemente en títulos. En lugar de eso, te fue mucho más cómodo arrimarte al calor del poder y la impunidad. Arrimarte al tenderete del 78, al «pasar página» y al «no echar la vista atrás». Eso es de mala educación. Te apropiaste, en la estela de tus padres, del Palacio Real del Pardo, donde contrajiste matrimonio, y todavía pretenden tus descendientes aferrarse a la teta del Pazo de Meirás, a pesar de que hasta la Xunta de Galicia haya reclamado su titularidad pública. Pudiste haber sido grande, Carmen, pero te quedaste en noble.
A la muerte del dictador, el rey emérito te concede lo de «duquesa de Franco» y aquello de «grande de España». Algo había que hacer con la familia que tanto había hecho, a su vez, por el príncipe heredero. Porque eso fue lo que hizo el Borbón: heredar un pasado y mostrarse agradecido. El monarca, al igual que la hija del dictador, también pudo haber transitado otro camino. Pudo haber sido mucho más claro en la defensa del cambio que se avecinaba. Se llenó de gloria tras el 23 F, pero ahora cada vez son más los expertos que cuestionan su verdadero papel en aquel trance. Aspectos como su tardanza a la hora de tomar decisiones tajantes que abortaran el golpe, o la misteriosa ausencia de militares rodeando el Palacio de La Zarzuela, han abierto nuevos debates sobre el papel y la importancia verdaderas de Juan Carlos I. Abdicado de sus funciones, que no de sus prebendas, el emérito sigue disfrutando, nunca mejor dicho, «a cuerpo de rey», a costa del erario público, que suena raro si lo decimos así, pero que igual lo entendemos mejor, y hasta nos cabrea más, si decimos que lo hace a costa de todos nosotros. De cuando en cuando nos enteramos de alguna que otra comilona al que lo invitan en restaurantes de carretera, de ésos humildes que no tienen más que tres estrellas Michelin, pero, por lo demás, permanece en una sombra calculada al milímetro. Nadie sabe bien a dónde va, ni con quién, si está en España o en Nueva Zelanda, ni mucho menos, que es lo verdaderamente preocupante, en qué se gasta el sueldo que le damos, porque el gobierno se niega a dar cuenta de esos gastos y ni hay facturas que justifiquen nada. Otro grande de España, grande en tamaño y excesos, en campechanía, pero en caída libre. Mal se lo ha dejado a su hijo, al que le han crecido enanos y tampoco ha sabido aprovechar su momento para quedar como Rey de todos los españoles, y no sólo de algunos.
La verdadera grandeza debería ser aquella que aporta avances significativos para la sociedad, ya sean de tipo científico, intelectual, artístico, educativo o moral. Grande es el psiquiatra Rojas Marcos, que trasciende su profesión y ya es un referente intelectual y moral al que todavía se le da cobijo en algunos medios y, de esa manera, nos influye y nos hace pensar con sus certeras reflexiones. Grande es Manuela Carmena, superviviente de la matanza de Atocha y que trasciende su profesión de abogada y hasta su puesto de alcaldesa de Madrid, mera coyuntura, para convertirse en modelo de eficacia administrativa y defensora de políticas de igualdad verdaderas. Estos y otros muchos son los auténticos grandes de España, solo que no tienen títulos nobiliarios. Ni falta que les hacen.