Como la mañana se despertó luminosa y los niños están de vacaciones, la abuela decide llevarlos, cubo y pala de playa en mano, a hacer castillos con esa arena algo gruesa pero tan a mano que hay ahí mismo, a unos metros de su casa, en ese solar donde sólo quedan unos cuantos muros y apenas va nadie, salvo algún turista y esos señores raros empeñados en sacarle el polvo a las piedras con pinceles y otras herramientas que no sabría definir. Como la noche está tan agradable y le apetecía echarse el último cigarrillo, ¿por qué no acercarse a ese solar mientras el perro pasea y hace sus necesidades entre los pocos muros que quedan? Claro que hay otros lugares a los que llevar a su mascota, pero ése suele estar muy tranquilo a esa hora. No es que sea mucho más animado de día: ha visto algunos turistas que encuentran atractivas esas piedras gastadas y, sí, ahora se acuerda, unos señores con pinta de no ser de ahí, que se pasan la mañana arrancándole matojos a los muros y limpiándolos con herramientas que no sabría definir. Situaciones cotidianas que cobran otro significado si esas piedras gastadas y esos pocos muros son los vestigios de una ciudad romana, y esa arena peculiar, la grava por la que circularon hombres y carros hace casi dos mil años.
Esto me contó un buen amigo en reciente conversación telefónica. La información le vino por boca directa de esos señores raros que resultaron ser arqueólogos y que llevaban trabajando en el lugar histórico desde 1980. Testigos de los hechos que se narran. Acordamos, mi amigo y yo, que de ninguna manera se trataba de un suceso aislado sino que, por el contrario, constituyen la norma en nuestro país.
Es que seguimos siendo diferentes, como decía la canción. Llevo toda mi vida escuchando lo de que sin duda hemos avanzado mucho pero todavía queda bastante por hacer. Da igual si lo aplicamos a la justicia, la educación, la violencia machista o, como el caso que nos ocupa, la conservación de nuestro patrimonio histórico. Lo hemos escuchado hasta la náusea y me temo que ya se ha convertido en otro lugar común, en una simple frase hueca que se dice para rellenar una conversación tediosa. A veces pienso si no tenemos remedio. Tendemos a echarle la culpa de todos los males patrios a la clase política (con toda razón) pero olvidamos que esa clase política no viene de otro planeta. También nuestros dirigentes han mamado, como todos, de una herencia lastrada por el caciquismo rural, el nepotismo y la impunidad. A estas lacras hay que sumarle el peso de una guerra civil y su manto de 40 años de dictadura. Tiempo de sobra para que se forje una conciencia. Igual me impaciento. Igual los cuarenta años siguientes no bastan para que se constituya otro pensamiento.
Habrá que seguir esperando, por lo tanto, a ver si la dichosa norma termina por consumirse, porque todavía es norma en nuestro desdichado país que muchas de las generaciones anteriores no se sientan orgullosas del patrimonio heredado y lo ignoren.
Es norma que las administraciones locales no impliquen a sus trabajadores jóvenes y preparados en proyectos de conservación del patrimonio local.
Es norma que se diga y se repita y hasta se cacaree que la formación de una conciencia corresponde a las aulas, mientras van pasando las décadas sin que percibamos actuaciones en la vida real que ejemplifiquen y pongan en valor dicha concienciación.
Es norma que las distintas administraciones públicas no se pongan de acuerdo y firmen proyectos comunes de conservación.
Es norma que las administraciones públicas no se pongan de acuerdo en establecer sistemas de control y vigilancia que garanticen la debida preservación del patrimonio.
Es norma que nos quejemos de que no hay dinero por la crisis, pero también lo es la errática aplicación de un sistema claro y contundente de sanciones contra casos como los descritos al comienzo de este artículo. Dicho sistema resultaría económicamente rentable y, de paso, contribuiría a la conservación.
Es norma que nos quejemos de que no hay dinero por la maldita crisis, claro que sí, pero también hemos aceptado que se puede acceder tranquilamente a parques naturales o nacionales sin pagar un duro porque son de todos y, como son de todos, pues no pasa nada por llevarse recuerdos a casa o tirar unos cuantos pañuelos después de dar de vientre en un pequeño, pequeñísimo barranco que casi ni se distingue. Idéntica situación sufren espacios naturales de similar categoría en otros países europeos como Francia, Alemania u Holanda. Idéntica. Basta con darse una vuelta por esos pagos y comprobarlo.
Es norma que se mantengan cerradas las iglesias románicas que adornan con profusión nuestros campos, salvo el domingo a la hora de la misa. Exactamente lo mismo les ocurre a las iglesias italianas. Y no me refiero al Vaticano o a las emplazadas en grandes ciudades. No. Las de los pueblos. Se puede comprobar.
No sería justo terminar esta entrada sin reconocer el contrapunto, el modelo a seguir. Los arqueólogos también le contaron a mi amigo que habían tenido la fortuna de trabajar en la recuperación de la Real Fábrica de Armas y Municiones de Orbaizeta, fundada en 1784 por Real Orden de Carlos III. Le explicaron que se habían sentido privilegiados por formar parte de un proyecto que de verdad había implicado y aunado a la comunidad: autoridades locales, colegios, padres y, en especial, al elenco de jóvenes restauradores en prácticas que se sintieron útiles y, sobre todo, valorados. Un ejemplo de que, una vez más, no es cuestión de recursos económicos o presupuestos, sino de voluntad política. Por experiencia sabemos que hará falta algo más que votar cada cuatro años para que nuestros representantes capten el mensaje.