ANDA SUELTO SATANÁS.

En 1978 veía la luz el disco Albanta de Luis Eduardo Aute, de donde saldría uno de los temas míticos de la banda sonora de La Transición, Anda suelto Satanás. Con posterioridad, otros artistas como Rosendo, Barón Rojo y ahora mismo, Gurruchaga y su Orquesta Mondragón, han versionado y puesto al día el emblemático corte. De hecho, sirve de título al nuevo trabajo que el músico vasco y su banda acaban de sacar al mercado en recuerdo/homenaje a los cuarenta años de andadura musical. Vi la entrevista que le hicieron la otra noche en La Sexta y me reí con su imitación (sí, otra más, es un no parar, una fuente de inspiración servida en bandeja a todos los cómicos del orbe civilizado) de Trump con la que pretende ir de gira por esos pueblos de España. El “payaso malo y peligroso”, como define Gurruchaga al inefable presidente norteamericano, es el nuevo Satanás que, si bien ha debido encajar ya un par de reveses y alguna que otra llamada de atención por parte de ese molesto sistema de división de poderes tan querido por el país al que tiene el gusto de conducir, apenas se acaba de desatar y está por ver todo su potencial destructor.

Con todo, Trump no es más que una de las múltiples manifestaciones contemporáneas con las que el Maligno gusta de presentarse. Sí. Anda suelto Satanás. Un cuerno, o una pata, la ha metido en Irak. Otra, en Siria. El rabo lo menea últimamente por toda la vieja Europa: Francia, Holanda, Reino Unido… Está detrás de todos los atentados de los últimos años, pero también asoma, sale de las bocas de esos líderes de partidos nacionalistas de extrema derecha que rentabilizan el miedo y obtienen superávits de la desmemoria histórica.

En nuestro país, el Ángel Caído ha ido tomando la forma de sentencias judiciales excéntricas y desproporcionadas. El caso Casandra es el último y recién estrenado eslabón de una cadena que se alarga. Se nos está dando bien eso de enaltecer el terrorismo y aquello de humillar a las víctimas. De paso, confundimos la libertad de expresión con el insulto o la amenaza; sugerimos a los autores que se muerdan la lengua y se autocensuren; avisamos a navegantes; arremetemos contra determinadas opciones políticas y, en suma, colaboramos en la creación de un sistema mojigato y/o gazmoño que brilla con apariencia de libertad pero que no es más que un reflejo pálido de lo que se permitía en los medios en los ochenta.

Entretanto, y qué casualidad, hace unos días que se cumplieron los 75 años de la muerte del poeta Miguel Hernández. Lo hizo en la cárcel. Otros fallecieron directamente durante la contienda, que no estalló en 1936, sino que sobrevino a consecuencia de un golpe de Estado, que no es lo mismo, perpetrado por sublevados que pronto constituirían comités perfectamente organizados de represión, que no casos aislados de venganzas o rencillas personales. Los hubo que desaparecieron después, durante el exilio. Todos, víctimas, pero de un mismo bando: el de los vencidos. El de los vencedores sí que fue sobradamente honrado. Los otros, sus familiares, claro, tuvieron que esperar hasta el 2007 para verse reconocidos gracias a la Ley de Memoria Histórica. Por desgracia, la crisis económica ha ido paralizando su puesta en marcha y todavía, a día de hoy, muchos siguen sin saber dónde están enterrados, a qué cuneta de qué carretera deben acudir a exhumar sus restos. El gobierno del PP se opuso férreamente a la ley en su momento aduciendo que “abría viejas heridas.” Es mejor dejarlos como están, bien enterraditos en sus cunetas, y pasar página al Franquismo, que está demodé y que nada tiene que ver con nuestra moderna y rutilante nación del siglo XXI. Pero nada de esto es serio. Aquello no fue terrorismo, así que nada de qué preocuparse. Satanás se frota las manos.

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