Primer capitulo de Mundo Volátil

Aunque no había nadie más en el piso ante quien fuera necesario disimular, el menor de edad permanecía tendi­do boca abajo en su cama —o en la cama que sus padres habían pagado y que él ocupaba como un inquilino peren­ne— con la cabeza enterrada en una almohada vertical y los brazos colgando por los lados, como si fuera un extra­ño pájaro gigante que se hubiera desplomado justamente ahí tras un viaje de muchísimos kilómetros. El pájaro no se acordaba del tiempo que llevaría tendido en aquella cama que no era la suya. Solo un ojo parecía moverse escudriñando la habitación desde su exiguo campo visual, como solía hacer cuando merodeaban por el piso otras especies de su mismo género. De pronto se le ocurrió que ya había pasado el peli­gro, que quizá podría darse la vuelta. El cuerpo comenzó a girar lentamente apoyado en un brazo hasta volverse por completo. Nada. No se había producido ningún terremo­to; ni se había apagado la luz del sol; ni siquiera se habían evaporado los cauces del Tilo y del Guadaña, que transcu­rrían con la misma parsimonia de siglos. No era tan im­portante como le solía decir la madre cuando creía que el vástago necesitaba apoyo y consuelo, no debes preocupar­te de lo que digan los demás, tú eres un tesoro, mi vida, una personita excepcional e importante a tu modo, sí, cada uno es importante a su modo, prométeme que nunca olvidarás esto, ¿eh?, prométemelo, cielo, anda, y la perso­nita acababa por prometerlo con un inaudible sí mientras forcejeaba para desasirse de los brazos maternales que tanto lo querían y que tanto se estaban deslomando por él y por su incierto futuro. No. No había ocurrido nada ex­cepcional.

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Ahora, tumbado de espaldas, contemplaba el enorme póster de Oasis que la madre le había permitido colocar en el techo. ¿De verdad que quieres poner ESO en el techo de tu cuarto? Bueno, bueno, pero a mí… la ver­dad… había pensado que quedaría mucho mejor en otro sitio, en una de las paredes, ¿por qué no en una pared?.. pero si ese es tu gusto… A los adolescentes había que de­jarles cierta libertad de movimientos y, sobre todo, liber­tad de expresión. Lo recomendaban las revistas para mu­jeres que habían aflorado con el amanecer democrático en todo el país y que la madre leía a solas en su cuarto de lu­ces rosadas y amarillas cada noche antes de dormir, o an­tes de ahogar los llantos contra la almohada. El menor de edad y su hermana pequeña la habían oído demasiadas noches. Y sin embargo, ninguno de los dos había llegado a una explicación convincente. Se quedaban quietos y calla­dos escuchando los sollozos y su propia respiración. La hermana pequeña lloraba a veces un poco. Pero las noches se sucedían con su goteo de horas, minutos y segundos. Llegaron a aceptar los llantos como si se tratase de un fe­nómeno natural. Con el tiempo los oídos se volvieron in­sensibles al murmullo obstinado en atravesar las paredes de sus cuartos. El hecho de que él no era importante no precisaba, en cambio, de explicación alguna. Era, como acabo de contar, un hecho, una evidencia tan grande y no­toria como que tenía hermosos espinos y sorprendentes manchas rojas que aparecían y desaparecían como si obe­decieran las órdenes de un mago furibundo. Si no era im­portante, si todo lo que hiciera o se propusiera carecía de importancia en una sociedad en la que apenas contaba la voluntad de los ciudadanos, porque tampoco ellos eran importantes, porque ni podían, ni sabían ni querían con­trolar las fuerzas que los dirigían, unas fuerzas cada vez más impersonales, si aún estaba en peor situación puesto que ni tan siquiera se le permitía votar, ¿por qué, enton­ces, por qué carajo habría de levantarse ese día? ¿Por qué no podía quedarse acostado para siempre y dejar que el mundo continuara su enloquecida carrera hacia la des­trucción? Además, ¿qué iba a hacer un sábado? ¿Qué vas a hacer este sábado? Pues ducharme, comer algo, oír música hasta la hora del almuerzo, volver a comer cuando llegue mamá, sestear toda la tarde, quizá jugar un rato con la play, otra comida a eso de las diez de la noche, ver pelícu­las de acción hasta la madrugada, hasta que se te caen los párpados más por aburrimiento que por sueño. Pero no. Nada de esto es verdad. Él no era como los otros adoles­centes. Él era, tenía que recordarlo, una personita excep­cional e importante, no porque se lo repetía la madre cada vez que intuía que su hombrecito lo necesitaba, sino por­que pensaba. Pensaba y pensaba y se quemaba las neuro­nas con tantos pensamientos. No se trataba de hacer algo, de actuar, sino de pensar. Disponía de todo el tiempo del mundo para pensar y, aun así, no pensaba malgastarlo en hacer las tonterías que los adultos sin pensar adjudicaban a los adolescentes. Las tonterías propias de adolescentes, como: 1) berrear en jaurías indómitas por las calles de ma­drugada; 2) ejercitarse en el uso de gestos violentos y gro­seros; 3) conducirse en fin por la vida como si estuvieran a los mandos de un bólido sin frenos y con un parabrisas permanentemente manchado de barro y polvo. Estas son las luces brillantes que no dejan ver el fondo. El folclore de la adolescencia. Al fin se incorporó y se levantó. ¿Por qué, por qué lo hizo si no encontraba ningún motivo para ello? ¡Si hasta hace un momento había decidido quedarse acos­tado para siempre! Quizá obedeció la misma regla que le había dictado permanecer en cama. Si cualquiera de sus actos carecía de importancia, ¿qué más le daba al mundo que se levantara o que, privado de agua y comida, abando­nado por los que alguna vez se habían preocupado por él, incluida su abnegada madre que había fallecido mucho tiempo atrás, la pobrecita, en aquel cuartucho lóbrego y pestilente —a la manera de las tabernas donde la poesía de Román fraguaba su ruina; donde el joven Amado Ven­tura escuchó revelaciones a ritmo de tango—, se pudriera lentamente en su cama, en su féretro? ¿Qué clase de ado­lescente era este que ya se permitía atormentarse con la idea de la muerte? En fin. La cuestión es que se levantó y se llevó una mano a la frente. Las yemas de sus dedos la recorrieron como tratando de localizar el origen de la ja­queca. Pero ¿qué jaqueca, si no había bebido nada la noche anterior, si apenas bebía? También en esto —la bebida, la «iniciación al alcohol» tan común en los adolescentes de Atacama, tan cacareada por nuestros medios de comuni­cación— era deficitario. Por lo pronto tenemos un adoles­cente preocupado por la muerte que apenas bebe. Vamos bien. Descartamos la jaqueca. ¿Exceso de sueño, tal vez? Su madre había leído en una revista que el exceso de sue­ño provocaba dolores de cabeza. Quizá solo estaba imitan­do una de esas escenas en las que el héroe de la película, semidesnudo y atrapado en un lío de sábanas, se incorpo­ra con pesadez, los cabellos revueltos y caídos le ocultan momentáneamente el rostro, y la mano, esa famosa mano, le restriega las sienes. El héroe sí que había bebido la no­che anterior. Tenía motivos para restregarse las sienes de ese modo y con esa mano. Los héroes siempre tienen mo­tivos. Incluso en esa posición, vulnerable y cercana, el hé­roe retiene su capacidad para el propósito. Bastará con que algún teléfono comience a sonar, o que alguien toque el timbre de la puerta, para que el héroe reanude ese cami­no marcado por la intriga, el pensamiento productivo y la acción. Seguro que sonará ese teléfono o que habrá un al­guien que tocará el timbre de la puerta. Pero no para Jor­ge. Él habrá de contentarse con desearlo, habrá de quedar­se con el gesto, con la imitación desesperada del gesto del héroe que admira, que aborrece. Animado por este descu­brimiento —el poder de sus deseos, un poder aún no envi­lecido por la consumación— pareció recobrar impulso y sus pies se echaron a andar por el pasillo. Ignoraron todas las habitaciones con las que se iban encontrando —tam­poco eran tantas, las que le correspondían a una vivienda de protección oficial, una vivienda a la que tenía derecho una persona como su madre, una persona con los recursos y la posición social de su madre—, hasta dar con el baño siempre refulgente cubierto de azulejos con fondo y moti­vos marinos. Los pies se deslizaron por algas, cangrejos y pulpos. Después, el menor de edad se introdujo en la ba­ñera. Le hubiera gustado darse un baño caliente, de esos con espuma hasta el borde donde se sumergiría por com­pleto salvo la cabeza, que quedaría graciosa y levemente apoyada contra el mármol, o quizá tan solo dejaría al des­cubierto una rodilla como las heroínas de las películas. Miró con ojos primerizos los grifos, el tubo de la ducha, la superficie lisa, blanca y siempre refulgente de la bañera — otra de las huellas de la madre cuyos brazos se deslomaban para que todo estuviera impecable—. La bañera entera olía a la madre. Hasta se podría decir que ella misma había dise­ñado y construido la pieza. En realidad la esencia que uti­lizaba a diario impregnaba todo el baño. Luego, sin que supiera por qué, se fijó en el sumidero. De él sobresalía un pelo largo, larguísimo. Un pelo de la madre. Se estreme­ció. No podía apartar la mirada de ese pelo tan largo que escapaba del sumidero. El frío que comenzaba a recorrerle la columna lo despertó de ese estremecimiento en el que había caído sin saber por qué. Quizá prefirió no querer sa­berlo. Abrió los dos grifos. El chorro de agua le estalló en el cráneo y le pareció bien. Lo recibió con una mezcla de ale­gría y sorpresa, como recibió de niño las primeras olas de aquella playa de arena blanca cuyo nombre le hubiera gus­tado recordar y donde su padre lo había enseñado a nadar. Eso fue todo lo que tuvo que enseñarle. Hasta ahí había lle­gado. Después se marchó, se esfumó, se largó. De la noche a la mañana. Papá ha tenido que irse de viaje. Es un viaje muy, muy largo, de negocios. Es algo muy importante para él. ¿Lo entendéis, verdad? Pues no. La verdad es que no lo había entendido entonces, aunque no dijo nada. La herma­na tampoco dijo nada. Se quedaron quietos y callados mi­rando a la madre, a los ojos de la madre como si estos fue­ran a revelarles el secreto que le ocultaban las palabras. Con el tiempo aceptaron la permanencia de ese secreto con la misma facilidad con que habían aceptado los llantos noc­turnos de la madre. Ambos, secreto y llanto, eran fenóme­nos naturales. Aquellas olas lo invitaban a entrar y, al mis­mo tiempo, lo espantaban. Las manos del padre intervenían entonces en aquel diálogo entre el niño y los elementos. Las manos quedaban enganchadas a las de él, tiraban de él, y el niño avanzaba con soltura, con una agilidad inespe­rada que había sorprendido al padre, las piernecillas re­movían las aguas sacudiendo la espuma y a los pocos días el niño se quedó nadando. ¡Míralo, míralo, pero si ya nada solo! Estas palabras, la arena blanca, las manos del padre, la sonrisa del padre y, después, la ausencia del padre. En­tre la presencia y la ausencia no había encadenamiento de escenas sino una enorme elipsis. ¿Qué había ocurrido en medio? ¿Por qué había elegido su memoria esas imágenes y no otras? Hubiera deseado acordarse más de él, haber acu­mulado más imágenes con que consolarse el resto de su vida, pero su memoria, por razones que no comprendía, solo le había permitido acceder a ese puñado miserable de recuerdos. Y cada vez la figura del padre se veía menos y más borrosa y más escurridiza. Como el agua. El padre era agua de mar. Ahora la única agua de mar que podía disfru­tar era la estampada en los azulejos marinos del cuarto de baño. ¡Míralo, míralo, pero si ya nada solo! Cuando termi­nó de secarse, se amarró la toalla a la cintura. Le entró pe­reza por tener que vestirse. Hubiera preferido quedarse como estaba, desnudo y fresco, cubierto tan solo con la toalla. ¿Quién iba a verlo ahora que la casa estaba vacía? Se arrancó la toalla con un gesto brusco. Cayó al suelo como si fuera de plomo. En un principio pensó dirigirse inme­diatamente a su cuarto, pero cuando estaba a punto de al­canzar el marco de la puerta se detuvo como si el mago invisible que le hacía brotar los espinos le hubiese tirado de las riendas. Dejó atrás su habitación y siguió caminan­do desnudo y descalzo. Recorrió, desnudo y descalzo, to­das las habitaciones de la vivienda de protección oficial a la que su madre tenía derecho. Desnudo y descalzo atrave­só el pasillo una, dos, tres veces. La voz áspera comenzó a cantar: All you want, baby, you’ve got it. All you need, baby, you know that you’ve got it. All I’m asking for is some res­pect… Los mismos pies que acababan de pisar algas, es­ponjas y pulpos giraban, se volvían sobre sí mismos, se deslizaban por los zócalos pulidos. All I’m asking for is some respect. Just a little bit… Los ojos almendrados de la madre aquel día de verano, el día de la despedida. Las ma­nos velludas del padre que tiraban con suavidad de las su­yas, minúsculas. Just a little bit… ¿Lo entendéis, verdad?… ¡Míralo, míralo, pero si ya nada solo!… Hasta que se te caen los párpados más por aburrimiento que por sueño... Le hubiera gustado tener el pelo largo y enredado para po­derlo menear ahora mientras cantaba y bailaba descalzo, desnudo. Hubiera deseado transfigurarse en la Aretha Franklin de los años sesenta solo por unos momentos. ¿Aretha Franklin? ¿Podía gustarle a un adolescente, a un menor de edad como él una cantante como Aretha Franklin? ¿Por qué no hacía demasiado caso de las listas de éxitos, ni de los discos recomendados, ni de los artistas de moda? Cuando la madre y la hermana menor lo encon­traron desnudo y descalzo en la cocina no se molestó en interpretar el sentido de sus miradas. Nada de lo que hi­ciera era importante. Ni desnudo ni descalzo. Tan solo era transparente. ¿Y qué más le daba al mundo lo que pudiera ocurrirle a un ser transparente y efímero como él?