Lo que más me irrita del ya viejo y prolongado escándalo que sacude a nuestra Real Casa es que piensen que somos imbéciles. Que nos traten como niños a los que se debe mantener apartados del fuego, de los enchufes, de los chuches ofrecidos por extraños y, en general, de cualquier peligro que amenace nuestras infantiles testas.
El episodio más reciente de la pestilencia borbónica que se ha apropiado del Estado, entre otras instituciones, y que hemos consentido, por omisión, sobre todo, a lo largo y ancho de otros cuarenta años de paz, apunta en la dirección de mantenernos, pobres súbditos incapacitados para el mínimo análisis, a salvo de aquellos aspectos de la vida que, por su crudeza, debemos dejar en manos de los adultos. Me refiero a la comparecencia, a petición propia, del aún director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), el general Sanz Roldán, ante la Comisión de Secretos Oficiales, para ofrecer todo tipo de explicaciones acerca del contenido de las grabaciones que el comisario Villarejo (que, a este paso, va camino de convertirse en el comisario de policía más popular de España, con permiso de Pepe Carvalho) “arrancó” a la “entrañable amiga” del Emérito, la princesa Corinna, donde la rubia platino reveló una cascada de irregularidades que afectarían de lleno al padre del Rey Preparado.
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