Cuando las puertas de la iglesia se cerraron tras la inauguración del último proyecto, y el edificio quedó a oscuras, libre de fotógrafos, sin grabadoras ni copas de champán del país vecino, apagado el eco de las risas y los comentarios, llegó el turno de los residentes seculares. La permisividad de los gestores de la iglesia, marca de la casa, había llegado demasiado lejos. ¿Qué clase de aberración era ésa? ¿Cómo se podía llamar ARTE a una colección de fotografías de mujeres, todas calvas, todas “envalentonadas”, como tradujeron del inglés los más versados? ¿No había otro lugar en todo Gante donde exhibir ese despropósito?
La peor parte se la llevó el bueno de San Pablo. Justo enfrente, día y noche, le observaba directamente una de esas mujeres que, además de calva, decoraba su cráneo con un extraño dibujo. Por si fuera poco, la mujer le sonreía. ¡Le sonreía de una manera lasciva! ¡Provocadora! ¡Vade retro, Satán!