Apueste por el odio, que le saldrá más a cuenta

 

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Hace poco me enteré por un programa de televisión (sí, todavía es posible obtener información del mundo a través de ese medio) que la revista Time había elegido como hombre del año a Donald Trump, si bien en la misma portada pero con letra más pequeña, lo calificaba como el nuevo presidente de los Estados Desunidos de América. Estábamos acostumbrados a las continuas divisiones de nuestra amada Desunión Europea pero esto… Ya es demasiado. ¡El país más poderoso del mundo! ¿Cuál será el siguiente?

Ahora que lo vuelvo a pensar, en esto le llevamos la delantera al gigante americano. Por fin somos pioneros en algo. Incluso podríamos afirmar que nos las arreglamos tan bien que ya presumimos de exportar políticas segregacionistas. El mérito es nuestro, y sólo nuestro. Lo único que han tenido que hacer Trump y su séquito es imitar los patrones que ya van viento en popa en Hungría, Dinamarca, Francia o Reino Unido. Perdón. En el antiguo Reino Unido y ahora Reino Desmarcado.

Salvo excepciones (como los resultados de las últimas elecciones en Austria que dieron la victoria al candidato de Los Verdes frente a su oponente fascista) nuestra amada Desunión Europea deriva, se escora inexorable hacia la extrema derecha, para regocijo de los partidos ultranacionalistas y preocupación, supongo, para los de izquierda. Digo «supongo» porque no parece que la izquierda esté en situación de plantar batalla y, mucho menos, de dar un golpe sobre la mesa. Andan como despistados, sin saber cómo reaccionar ante la avalancha que se nos está echando encima. ¿O tal vez no?

La mayoría de los medios de comunicación de nuestro país y los de los vecinos están francamente interesados en crear la opinión de que la izquierda está dormida, de que sólo sirven para analizar, de manera brillante eso sí, la situación, pero son incapaces de proponer soluciones o salidas a la desvergüenza de dramas como el de los refugiados. Nadie está diciendo aquí que no deba haber controles o políticas de inmigración. Ningún país, y menos en las actuales circunstancias de alerta internacional por culpa de ese terrorismo invisible que de cuando en cuando nos levanta de nuestros asientos a golpe de bomba, puede permitirse, ni siquiera plantearse, una acogida indiscriminada de refugiados, pero de ahí a la vigorosa puesta en escena de medidas cada vez más lesivas contra los mínimos derechos que asisten a cualquier ser humano va un trecho enorme. Parece que no conviene recordar que también existen las políticas de integración. Parece que no interesa recordar que no sólo se trata de acoger a desplazados a los que habrá que alimentar, sí, y proveer de un techo, claro está, y de una atención social, sanitaria y educativa elementales, sino que, mediante una integración bien entendida, estaremos incorporando activos para nuestra economía. Esos refugiados e inmigrantes de ahora también podrán cotizar a nuestra Seguridad Social y pagar sus impuestos mañana. Muchos de estos refugiados de ahora que huyen de ese pozo sin fondo de la sangre que es Oriente Medio, si se les da la oportunidad, serán mañana, si no la mejor, una de las armas más efectivas para luchar desde dentro contra el radicalismo islámico. Si no se les dan motivos para el odio, contribuirán a desactivar los complejos mecanismos emocionales, esa mezcla de desagravio y rencor seudohistóricos, que tanto alimentan al Estado Islámico.

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En una entrada anterior me remitía a Zygmunt Bauman y a su idea de los espacios convergentes que algunas ciudades han empezado a construir donde es ya posible el encuentro con el otro, con el extraño que nunca dejará de serlo del todo. Más espacios convergentes es lo que necesitamos en esta vieja y desgastada Desunión Europea si queremos darle la vuelta a la tortilla y hacer algo más que quejarnos cada vez que las encuestas de intención de voto señalan el «imparable ascenso de las Lepenas o de las Ligas Norte.»

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