Trayectos

imagen-de-trayectos

El hombre y su familia han amasado una ingente fortuna. Su exitosa marca de productos cárnicos se ha caracterizado siempre por el cuidado escrupuloso, el mimo extremo con que han criado a sus cerdos desde que nacen, a fin de obtener la excelencia en el producto. La empresa de este hombre también ha sido reconocida por la exhaustiva y minuciosa explotación a la que ha ido sometiendo a sus trabajadores. Quiso el destino, o la fortuna, que llegara el día en que, de tantos mimos recibidos, de tanta delicadeza escrupulosamente derramada, los cerdos se convirtiesen en hombres. Justo el mismo día en que los hombres, tras décadas de rodillo minucioso sobre sus espaldas, se convirtieron en cerdos. Nadie se dio cuenta de la transformación, porque los nuevos hombres eran réplicas exactas de los anteriores. La estrategia de la exitosa marca no varió, así que no debe sorprendernos que los hombres volvieran a convertirse en cerdos, y los cerdos en hombres. El prodigio se heredó de padres a hijos, y de hijos a nietos. Así ha sido y será por los siglos de los siglos.

 

Al fin la mujer se quedó quieta. El hombre arrimó una silla. El adolescente se sentó en el suelo. Ambos jadeaban y se pasaban las manos por la frente. El hombre encendió un cigarrillo, dio una catadas, se lo ofreció al chico. Aún quedaba trabajo por hacer. Al alba, ya habían terminado. El hombre obligó al joven a prometer que jamás le contaría nada a nadie. Ni una palabra. Si no… Bañado en sudor, el chico asintió. Ya el sol calentaba la mañana, cuando los dos hombres volvieron a la furgoneta. Arrancaron y la furgoneta huyó por la carretera desierta.

 

El plan era el siguiente: lo primero que haría la mujer sería corregir su dentadura. La naturaleza no la había bendecido con unos dientes alineados, por lo que se haría colocar los preceptivos aparatos, así tuviera que estar a dieta de sopas y ensaladas unos meses. No le vendría mal bajar algunos kilos. Mientras los dientes se iban alineando, el paso siguiente consistiría en liberarse para siempre de las malditas gafas que tanto la habían acomplejado en sus años de instituto. Para ello se haría insertar las preceptivas lentes. Más adelante, le tocaría el turno a los pechos. Se acabó el lamentarse frente al espejo, observándolos en su caída interminable. Se haría implantar los preceptivos implantes de silicona. Una vez implantada, los dientes alienados y la nariz libre del peso de las gafas, ya estaría algo más cerca de la felicidad. No ignoraba el paso del tiempo. Los avances en la cirugía estética sabrían paliarlos. Después, no descartaba una operación de cadera o un marcapasos, si los achaques de la edad tardía así lo recomendasen. Por último, la mujer tenía claro que no iba a permitir, una vez fallecida, que su obra de arte se corrompiera y dejara al descubierto la prótesis de cadera y las bolsas de silicona encajadas entre las costillas. Ni hablar. Se haría incinerar, procedimiento mucho más moderno e higiénico que el burdo enterramiento. Haría volar sus cenizas en alguna playa, o quizá dejaría escrito que reposaran en un sitio tranquilo. Era la única parte que aún no había decidido. Por lo demás, un plan perfecto.

El comedor

Curiosa habitación el comedor. Desprovisto ya de su función original, ¿quién come hoy en día en el comedor de su casa?, se resiste y no se extingue. Todavía no. Se aferra a la actualidad de los días y reclama su espacio de privilegio en la casa. Se le sigue dando un trato preferencial: a menudo se encuentra en una posición más o menos central; se le coloca de manera que sea lo primero que vean las visitas, bien recibidas o inesperadas; se ve acompañado por estanterías, bibliotecas o aparadores, que en algún lugar habrá que colocar las fotos de la comunión del niño, o los gruesos volúmenes de las enciclopedias que compraron nuestros padres o abuelos allá por los setenta y ochenta. Enciclopedias que reinan sin competencia de más libros. Casas sin libros, pero plagadas de enciclopedias que quedaban bien, hacían bonito, y ahí siguen, especímenes tan raros como el comedor.

Pieza de museo. De museo arqueológico. Como las novelas victorianas, uno puede hacerse una idea, más o menos general, de cómo era la vida cotidiana de la clase más o menos media española de hace unas décadas con darse una vuelta por esos comedores de nuestros padres. Ahora guardan silencio, pero fueron testigos de las reuniones de los fines de semana. También alojaban a los comensales que se veían atraídos por los banquetes de los grandes acontecimientos: el pariente recién llegado de Venezuela o Cuba con los billetes cargados de bolsillos, o al revés; la llegada de un nuevo miembro a la familia, esperado, por supuesto; las buenas nuevas de la colocación de un hijo en una empresa respetable… Ahora guardan silencio. Comedores sin comensales. Mesas y sillas más o menos de diseño reemplazan a las antiguas, pero todas, nuevas y viejas, languidecen desde esa posición central privilegiada que ignoran las visitas, tanto las bien recibidas, como las inesperadas, que son las que de verdad emocionan o nos ponen a temblar.

A los comedores se les debería exhibir con más regularidad en galerías de arte contemporáneo. Galerías de paredes blancas y angulosas, paredes de diseño, como aquellas mesas y sillas, que no distraen la atención del visitante. Salas cuadradas donde es posible tomarse uno su tiempo para observar los detalles, y leer con detenimiento la información en las placas blancas y rectangulares que los definen, explican y acercan. Enigmáticos, los comedores se prestan, son aptos para las preguntas que el buen arte contemporáneo, las bellas artes, nos obligan a formularnos. Nada es lo que parece. Lo que fue, ya no es. Lo que será, nadie lo sabe todavía. Surgen hipótesis. Gana terreno la que sugiere que el comedor es ya mero símbolo de poder adquisitivo. Artículo de lujo, adorno que, libre de ese fastidioso, vulgar pasado que lo ataba a la vulgaridad cotidiana del comer, se reivindica, se reinventa, como dicen hoy tantos desde tantos tontos tronos y púlpitos, algunos de iglesia, de los de verdad, y se convierte en metáfora de una vida ¿moderna?, ¿líquida?, ¿vacía de contenidos, pero abundante de continentes?

Bellos, lánguidos, inútiles como los artistas y las artes en general, las bellas, las buenas y las malas, los comedores siguen en su sitio. No dan brazo a torcer. No se extinguen. Todavía no.

En realidad: apuntes sobre «Barrio perdido» de Patrick Modiano

 

barrio-perdido

He leído novelas policíacas toda mi vida y si tuviera que escoger un autor del género, sería Ambrose Guise. Debo tener unas ocho o diez de su colección en la biblioteca. Confieso que hace tiempo que no las releo -tal vez tema en secreto que, si lo hiciera, no las encontraría tan estupendas como la primera vez-, pero las asocio con esas primeras lecturas de juventud y me gusta pensar que influyeron en lo que vino después.

Hará como unas dos semanas que me dio por acercarme a la biblioteca de mi pueblo en busca de alguna sorpresa. Mi amiga, la bibliotecaria, parece conocer mis gustos literarios porque siempre acierta con sus recomendaciones. Esa vez la obra que escoge para mí es «Barrio perdido», del escritor francés y Premio Nobel de Literatura 2014 Patrick Modiano. Había oído hablar de él pero no habíamos coincidido. Leídas las primeras páginas, supe que seríamos amigos y que me acompañaría en mis viajes de ida y vuelta a Bilbao y, por las noches, en mis viajes de ida a la cama.

Al poco de comenzar a leer, y para mi sorpresa MAYÚSCULA, me entero de que el nombre del narrador es el mismo Ambrose Guise y que, en efecto, afirma ser escritor de novelas policíacas. No salía de mi asombro: de modo que a este Modiano también le deben gustar las novelas de Ambrose… No puede ser una coincidencia. ¿Por qué, de entre todos los autores ingleses del género policíaco, escogió ése y no otro?

Continuar leyendo «En realidad: apuntes sobre «Barrio perdido» de Patrick Modiano»

Acto de servicio

Ni los técnicos de primeros auxilios, ni el juez de instrucción número cuatro o cinco (no recuerdo bien), ni el forense (al que hubo que esperar más de dos horas), ni el mayor (que se debatía entre quedarse como una piedra e informar minuto a minuto de los acontecimientos a sus compañeros del instituto desde el móvil), ni el hijo menor (del que Emma siempre decía que se fijaba mucho en los pequeños detalles), ni la propia Emma (que estaba la pobre como para darse cuenta), nadie se había percatado de la nota hasta pasadas cuarenta y ocho horas del luctuoso suceso.

Era comprensible. Hubo que volver al orden, consolar a la viuda, llevarse a los niños, hacer callar al perro, levantar el cadáver… Demasiados trámites.

Por lo demás, hicieron bien su trabajo. Había pilas de ropa ya doblada en una de las camas. Sin embargo, el juez hizo notar que aún colgaban varias prendas del tendedero. La cocina parecía en orden. No obstante, el forense hizo hincapié en que se había derramado una gran cantidad del pienso del perro. Al abrir el lavavajillas, era evidente que la losa de la última cena ya estaba lista para su colocación en las preceptivas baldas. Aun así, creo que fue uno de los técnicos el que percibió cómo se acumulaban algunos platos, cubiertos y vasos en el fregadero. La propia víctima yacía en el sofá medio desnuda. Emma hubo de aclarar que era propio de Luis el pasearse por la casa vestido sólo con su eterno pantalón de chándal. Le resultaba cómodo.

Pasadas justo cuarenta y ocho horas del suceso luctuoso, fue el pequeño Tomás el que se acercó a su madre con la nota que había encontrado debajo del sofá, casi al lado del espacio exacto donde se había producido el óbito. A pesar de la lluvia que le empañaba la vista, la pobre Emma pudo leerla. Transcribo aquí el contenido de la misma con algunas alteraciones por respeto a los familiares del difunto.

Me da rabia que llegues a casa y te la encuentres así. Me hubiera gustado haber podido completar lo que empecé, pero de repente me encontré mal. No sé. Como que me faltaba el aire. Tuve que sentarme. Espero haber sido…