AVIESAS INTENCIONES

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Basado en una

historia real.

                El hombre se sentó en el mismo banco del paseo, el que está más próximo al parque donde juegan los niños. Como ayer, cuando lo vi por primera vez, no llevaba periódicos, ni revistas, ni usó su móvil. Tal vez no tenga móvil. Todavía quedan personas mayores, como él, que no lo tienen. Igual lo tiene, pero se lo dejó en casa porque a veces se despista. Igual lo llevaba en algún bolsillo y tan sólo aguardaba una oportunidad para sacar una foto. Saludó a algunos vecinos que pasaron por su banco. Reuniones breves, de unos cinco minutos a lo sumo. Legales. Por lo demás, no hizo nada. Salvo observar a los niños.

Esta mañana, el hombre volvió a ocupar su asiento. Como sospechaba, tampoco sacó ningún móvil. Ni rastro de periódicos o revistas. Durante el tiempo que estuve observándolo desde mi terraza (más de treinta minutos, calculo), se mantuvo casi inmóvil, con las manos apoyadas en el regazo y los dedos entrecruzados, como vienen haciendo los jubilados españoles desde que se inventó la jubilación, allá por los años dorados del Caudillismo. Sólo la cabeza giraba despacio a un lado y a otro de cuando en cuando. Los gritos de los niños sofocaban los trinos de los pájaros y la lavadora del tráfico que rodaba al otro lado del paseo. Llamaron su atención. Se quedó un buen rato, más de diez minutos, observando a los niños. Fue en ese tiempo que le hice algunas fotos. Se podrían necesitar pruebas…

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Grandes de España

Al final de mi artículo «Varas de medir», resumía estos tiempos españoles nuestros como «tiempo de pestes», dado el uso partidista y grotesco que nuestros partidos políticos se están acostumbrando a hacer de la justicia. La casualidad, otra vez, me colocó ante el televisor para que siguiera la serie La Peste. Y la seguí a lo largo de varias noches. Más allá de su factura estilística, basada en los juegos de luces y sombras, con la mayoría de las escenas rodadas de noche a la luz de antorchas y candiles, con persecuciones subterráneas por los laberintos de una Sevilla rica en superficie que se pudría de peste a finales del siglo XVI, a pesar de lo cautivador de su atmósfera, me quedo con las palabras que los guionistas pusieron en boca del médico. Mientras curaba las heridas infligidas al protagonista que casi acaban con su vida, el médico celebraba el fin de la peste por la llegada del frío, que mataba a las ratas, portadoras del temible mal, pero, a la vez, recordaba, auténtico aguafiestas, el carácter cíclico de la enfermedad. Nada se podía hacer contra la peste. Llegaría y se marcharía y volvería a por más. Metáfora para el espectador avezado que en pleno siglo XXI no puede más que darle la razón. A aquella peste la vencimos, pero seguimos sin erradicar otras ponzoñas.

Casi al mismo tiempo que seguía La Peste, me entero del proyecto del Teatro del Barrio, dirigido por el autor, director y actor Alberto San Juan, de llevar al cine su montaje teatral El Rey tras la generosa acogida por parte del público y la crítica. El proyecto casi se topa de bruces con el cumpleaños del monarca emérito, que goza de unos espléndidos 80 años. Todos los medios de la corte celebraron la efemérides, mientras que otros, los que no reciben subvenciones ni del Estado ni de conglomerados empresariales, sino que salen adelante gracias a la publicidad pero, sobre todo, a las cuotas de sus socios, nos recordaban que no todo han sido luces en la biografía del campechano monarca. Una vez más, y ya es sospechoso cómo a veces los hechos se vinculan unos a otros, o con qué sorprendente cercanía cronológica se suceden, días antes del cumpleaños feliz del otrora monarca impuesto por el Generalísimo, nos apena la noticia del triste fallecimiento, a sus 91 años, de la hija de aquel dictador, Doña Carmen Franco y Polo, duquesa de Franco, marquesa viuda de Villaverde y grande de España.

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