Érase una vez un machista que…

Demasiadas coincidencias. Demasiadas conexiones entre mi vida, limitada por la carne, el hueso y las neuronas, y esas múltiples, ilimitadas oportunidades que ofrecen la buena literatura y el buen cine para todo aquél que busque enriquecerse, expandirse, diversificarse hasta parecer alguien distinto, como si te contemplaran otros, miradas más o menos coincidentes sin rechazar las contradictorias. Libros y películas que te sacan, bien por la fuerza, mejor si es por seducción magnética, de tu territorio, y te obligan a calzarte con los zapatos del que, de otro modo, nunca tendrías la oportunidad de acercarte lo suficiente. Ya no me hago preguntas. Acepto el hecho. Es más que evidente que elijo lecturas y cine porque intuyo que me van a interpelar, de forma directa, por un hecho o anécdota que me ha “sucedido” poco tiempo atrás. También se me presenta el fenómeno opuesto: párrafos que leo y escenas de películas que veo porque sé, sin hacerme preguntas, sin cuestionar el dogma, como en una novela de Paul Auster, que se anticipan a lo que, algún tiempo después, casi siempre breve, está a punto de “sucederme” en “mi vida real”.

Leo un artículo de un periodista que acusa a todos los hombres, sin distinción, de ser “machistas pasivos” por, en algún momento de nuestras vidas de carne, hueso y más o menos neuronas, por breve y absolutamente aislado que ese momento haya sido, por mucho que nos consideremos modernos y abiertos, por muy claramente que estemos y nos hayamos posicionado en contra de mentalidades machistas, racistas y/u homófobas, haber consentido, con nuestro silencio cómplice y nuestra inacción, actitudes machistas, racistas y homófobas que hemos presenciado en nuestro entorno cercano. Humo que todos hemos fumado, como lo hacíamos antes de la prohibición, que tanta edad no tiene, lo quisiéramos o no.

El periodista no es ingenuo. Sabe que siempre quedará una aldea irreductible de descerebrados para los que los otros, todos los demás, seguirán siendo inferiores a sus escasas entendederas (y abro paréntesis con toda intención para preguntarme si de verdad existe, a día de hoy, esa mayoría de hombres concienciados en nuestro país, dato que el autor da por hecho, pero del que me permito dudar, y amplío este paréntesis para incluir, ahora que me acuerdo y viene al caso, como posible ejemplo en contra de su teoría, el escándalo del chat de los policías locales de Madrid, donde los más “espabilados” injuriaban a diestra y siniestra, mientras que el resto, un resto conformado por nada menos que 400 miembros, borrándose o quedándose a escuchar, en silencio corporativo, a los “espabilados”, encajaría milimétricamente en la definición acuñada por el periodista). Siempre quedará la aldea irreductible, pero el autor nos insta a identificarlos, a señalarlos con el dedo y, mediante la reprobación constante de su barbarismo, hacerles ver que los tenemos rodeados, que cada vez tienen menos cabida en un mundo donde sus antiguos privilegios de machos, de cena puesta en la mesa y llego a casa cuando me salga de los huevos, que para eso soy el cabeza de familia y traigo el pan, se han ido resquebrajando, y bien resquebrajados quedan.

El periodista dispara sus dardos y me dan en la diana. Me ha cazado. Lo confieso. Yo también. Días y horas antes de leer el artículo, en ese tiempo breve del que hablaba al principio, ese tiempo que antecede a lo que luego te “sucede” en la lectura o durante el visionado de una buena película, yo también había presenciado una conducta homófoba y no intervine. Yo también había sido conminado a empatizar con un disparate machista, un cañonazo totalmente inesperado por no venir a cuento con lo que veníamos hablando, de ésos que te dejan sin palabras, y no respondí como debía.

La estulticia homófoba la provocó un individuo que, hablando de fútbol con sus amigotes, de edades diversas (lo que no constituye un dato trivial, sino que, por utilizar un término de moda en el argot político y mediático, es ejemplo de la “transversalidad” con que dichas conductas se manejan y fluyen), hizo gestos amanerados para ridiculizar al árbitro de un partido, mientras decía que debía ser gay por la forma en que caminaba y posaba una mano sobre su cabeza. Claro: es cosa sabida, científicamente comprobada, que a los gays se les reconoce por determinada forma de caminar e igual manera de colocar la mano sobre sus cabezas. Son todos iguales. Una auténtica piña. Resultado: los amigotes le rieron bien alta la gracia. Yo no pude oír la conversación, pero sí presencié la escena con claridad. Me indigné. Me dio rabia. Se me llenó la cabeza de improperios, pero no intervine. Debí haberlo hecho.

El cañonazo machista fue de órdago. Salía de hacer una diligencia cuando me encontré con una pareja de hermanos (hombre y mujer) que conocía. Estuvimos hablando de varios asuntos por unos minutos. La mujer tenía turno, así que me despedí primero de ella. Iba a hacer lo propio con él cuando, sin guardar relación directa con la conversación previa, me dice, más o menos, que “cuando una cosa pasa de mano en mano, se putea, como la mujer que, si pasa de mano en mano, se putea”. Sonríe mientras me lo dice como gesto de pretendida complicidad entre hombres, me golpea suave en un brazo a modo de despedida y me desea que todo vaya lo mejor posible. Tal cual. Me quedé mudo. Me pregunto si, de haber estado presente, la hermana habría reaccionado de alguna manera o si, como yo, se habría quedado de una pieza. Si, como yo, con su silencio y, quizá, un gesto desaprobatorio de cabeza, habría consentido la barbaridad machista. El señor que así me había hablado era de una generación anterior a la mía, pero tampoco nos llevamos tantos años. Sin embargo, sentí que nos separaba un abismo. Nos despedimos. Imagino que se alejó para volver a su diligencia, inconsciente de la cagada que me había dejado para el resto del día. Pasó el tiempo y no fue hasta la lectura del artículo, elegido voluntariamente atraído por su título (que cumplió a la perfección su cometido: seducir al voluble y caprichoso lector), aunque fuera el azar, como en las novelas de Auster, el que me lo había puesto delante de mis narices, que caí en la cuenta de que tan ancho no había sido ese abismo inicial. Hubo, y a raudales, vergüenza ajena. Luego llegó la propia. Por haber consentido. Por no haber encontrado las palabras justas.

El pasado 8 de marzo asistí a la manifestación convocada en Santa Cruz por diversos colectivos feministas en favor de la igualdad de género y del empoderamiento de las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad. Me llevé a mi niño de 9 años. No lo hice como penitencia por los hechos narrados, ni como viacrucis expiatorio, ni entoné meaculpas, por muy de lleno que estemos en Cuaresma, sino que acudí con alegría y emoción. Antes, le había explicado a mi hijo los puntos esenciales para que comprendiera por qué estábamos ahí y por qué era importante que estuviéramos. No pudimos hacer el recorrido, pero la misión estaba cumplida. La convocatoria fue un éxito rotundo, como lo ha sido en todas las capitales de España. Queda ahora el día a día, el día después del gran día, y todos los días venideros para comprobar hasta qué punto el 8 de marzo de este 2018 ha marcado un antes y un después en la manera en que se relacionan mujeres y hombres. El recorrido ya era largo, pero le faltaba una obertura majestuosa. Le faltaba un símbolo. Ahora lo tiene.

Cada año que pase, le recordaré la efeméride a mi hijo. Le recordaré los hechos narrados y sus consecuencias, pero, sobre todo, lo instruiré para que nunca, nunca, pero nunca de verdad, guarde silencio o se quede quieto ante situaciones como las descritas. El tiempo del machismo, incluso el de los “machistas pasivos”, se agota. Se va cerrando un capítulo. Manos a la obra, historiadores.

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